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miércoles, 2 abril 2025

Los ecosistemas del Jurásico tardío

Ciencia y tecnologíaLos ecosistemas del Jurásico tardío

El Jurásico tardío (aproximadamente entre 163 y 145 millones de años atrás) fue una época de gran esplendor para la vida sobre la Tierra. Los continentes, aún en proceso de fragmentación desde el supercontinente Pangea, presentaban configuraciones geográficas peculiares que influían en el clima y los hábitats. En este periodo, el planeta experimentó un clima generalmente cálido, mares someros que inundaban extensas áreas continentales y una biodiversidad extraordinaria en tierra, mar y aire. Bosques frondosos de coníferas y helechos cubrían buena parte de los continentes, mientras que enormes dinosaurios herbívoros recorrían llanuras y selvas, seguidos de cerca por depredadores gigantes. Al mismo tiempo, los océanos tropicales albergaban arrecifes repletos de vida y reptiles marinos cazando en la cúspide de las cadenas alimenticias. A continuación, exploramos en detalle la geografía de este periodo, su clima, los tipos de hábitats predominantes, la flora y fauna características, así como las interacciones ecológicas y la dinámica de estos ecosistemas antiguos.

Geografía del Jurásico tardío

En el Jurásico tardío, la disposición de los continentes difería notablemente de la actual. Pangea ya se había fracturado en dos grandes masas: Laurasia al norte y Gondwana al sur. América del Norte y América del Sur, que habían permanecido unidas durante el Jurásico temprano, se separaron a inicios del Jurásico tardío, abriendo el llamado Corredor Hispánico o vía marítima del Caribe. Esta separación creó un pasaje oceánico que conectaba el joven océano Atlántico norte con el vasto océano Pacífico (Panthalassa), permitiendo intercambios marinos entre ambas cuencas. En Gondwana, África seguía unida a Sudamérica, aunque los procesos de rift ya habían comenzado a gestar la apertura inicial del golfo de México y del Atlántico central. De hecho, el levantamiento tectónico y las incursiones del mar Tetis en esas grietas generaron depósitos evaporíticos (salinos) que hoy se encuentran a ambos lados del Atlántico, incluyendo zonas de España y Marruecos.

El nivel del mar durante el Jurásico superior era relativamente alto. Grandes extensiones de Europa occidental y partes de Norteamérica estaban sumergidas bajo mares tropicales poco profundos. En Europa, la presencia de esas aguas cálidas dividía la región en dos provincias biogeográficas: la provincia Tetiana al sur y la Boreal al norte. La península ibérica se ubicaba aproximadamente en la transición entre estas dos regiones, actuando como frontera climática y biológica. Al sur, en la cuenca tetiana, proliferaban los arrecifes de coral en las costas e islas tropicales, mientras que más al norte, en latitudes boreales, los corales eran escasos debido a aguas algo más frescas. Gran parte de la actual Europa (incluida Iberia) estaba fragmentada en archipiélagos y plataformas someras, como demuestra el excelente registro marino en yacimientos famosos: por ejemplo, la Costa Jurásica en Inglaterra, y Lagerstätten como Solnhofen en Alemania, formados en lagunas costeras aisladas del mar. En la península ibérica, afloramientos del Jurásico tardío revelan ambientes costeros con influencia marina, pero también zonas emergidas donde habitaban dinosaurios, como veremos más adelante.

En Gondwana, la geografía estaba dominada por amplias llanuras continentales en el interior y márgenes costeros activos. La actual Sudamérica formaba el extremo sur de Gondwana junto con África, Madagascar, India, Australia y la Antártida. En el oeste de Sudamérica (futuro Pacífico Sur), un margen convergente generaba actividad volcánica y montañas incipientes (proto-Andes), a la vez que se formaban cuencas de sedimentación. Un ejemplo es la Cuenca Neuquina en Argentina, que comenzó a formarse durante el Jurásico medio-tardío asociada a la separación de Gondwana en ese borde suroccidental. Esta cuenca registró miles de metros de sedimentos jurásicos, reflejando una sucesión cíclica de incursiones marinas y episodios continentales en la región. Hacia finales del Jurásico, un brazo marino poco profundo cubría partes de la cuenca neuquina (representado hoy por la Formación Vaca Muerta, de facies marinas ricas en ammonites), mientras que tierras adyacentes emergidas albergaban dinosaurios. Así, Sudamérica ofrecía un mosaico de ambientes costeros inundados y áreas continentales secas tierra adentro, similar en cierto modo a lo que ocurría en Africa oriental (ejemplificado por la región de Tendaguru en la actual Tanzania) donde coexistían planicies con dinosaurios y lagunas costeras marinas.

Clima del Jurásico tardío

El clima del Jurásico tardío fue predominantemente cálido y húmedo a escala global. No existían casquetes polares helados; de hecho, fósiles de plantas adaptadas a climas cálidos se encuentran hasta en paleolatitudes de ~60°N y 60°S. Helechos arbóreos y otras plantas típicamente tropicales crecían incluso en regiones que hoy corresponderían a Siberia o la Patagonia, lo que indica la ausencia de heladas severas en invierno. La atmósfera contenía niveles elevados de dióxido de carbono en comparación con la actualidad, contribuyendo al efecto invernadero natural. Este mundo sin hielo tenía gradientes térmicos latitudinales más suaves, extendiendo las zonas subtropicales muy al norte y sur.

Sin embargo, el clima no era uniforme en todas partes; presentaba variaciones regionales y estacionales significativas. Las evidencias sedimentarias y paleosuelos sugieren la presencia de monzones estacionales en las bajas latitudes, con estaciones muy lluviosas seguidas de estaciones secas marcadas. En zonas cercanas al ecuador y en regiones interiores del supercontinente, el clima podía ser tropical estacional e incluso semiárido en ciertos periodos, favoreciendo por ejemplo la formación de campos de dunas. Por el contrario, durante el tramo final del Jurásico (Kimmeridgiense-Titoniense), muchas áreas experimentaron condiciones más húmedas que al inicio de la época, algo reflejado en la diversidad de flora fosilizada de esas etapas. Estudios palinológicos (de polen y esporas) en Europa indican un cambio: bosques antes dominados por coníferas resistentes a la aridez (familia Cheirolepidiaceae, adaptadas a climas secos) dieron paso a comunidades vegetales más diversas con otras coníferas, cícadas y helechos, señal de un posible aumento de la humedad ambiental en el Jurásico tardío más tardío.

La interacción entre grandes masas continentales y mares cálidos generaba también gradientes climáticos locales. Las áreas costeras cercanas al Tetis disfrutaban de climas marítimos estables, con altas precipitaciones y temperaturas cálidas constantes, mientras que el interior de Laurasia y Gondwana, lejos de la influencia moderadora del mar, tenía variaciones estacionales más pronunciadas. Por ejemplo, en la región ibérica, situada en el límite entre el dominio tropical Tetis y zonas más templadas, se alternaban periodos secos en los que podían proliferar salares y dunas costeras, con periodos húmedos donde las llanuras fluviales se encharcaban. En ciertas cuencas sedimentarias de España se observan secuencias de evaporitas seguidas de depósitos de inundación, reflejando estas fluctuaciones climáticas.

Cabe destacar que estudios recientes han identificado incluso ciclos climáticos rápidos durante el Jurásico tardío. Un análisis de estratos en la Cuenca del Tetis registró oscilaciones periódicas de ~1500 años en la sedimentación, análogas a los ciclos climáticos de Dansgaard-Oeschger del Pleistoceno, a pesar de tratarse de un mundo sin capas de hielo. Esto sugiere que la variabilidad climática a corto plazo, posiblemente ligada a cambios oceánicos o volcánicos, también afectaba a los ecosistemas jurásicos recurrentemente. En general, el Jurásico tardío fue una era de clima cálido global y estable en promedio, pero con contrastes regionales (árido vs. húmedo, monzónico en zonas ecuatoriales) que creaban un rico tapiz de entornos ecológicos.

Hábitats predominantes

La combinación de una geografía fragmentada y un clima cálido dio lugar a una variedad de hábitats en el Jurásico tardío, desde selvas tropicales y desiertos interiores hasta mares someros repletos de vida. A grandes rasgos, podemos distinguir los ambientes terrestres (continentales y costeros) y los ambientes acuáticos (marinos y de agua dulce), cada uno con sus comunidades características.

Planicies aluviales y bosques subtropicales: Gran parte de los continentes, especialmente en las zonas cercanas a costas o cuencas fluviales, estaban cubiertos por extensas llanuras atravesadas por ríos serpenteantes. Estas planicies de inundación soportaban una vegetación exuberante: bosques de coníferas altas (similares a araucarias y pinos actuales) mezcladas con palmeras primitivas, cicadales y helechos gigantes. En el este de la Península Ibérica, por ejemplo, la Formación Villar del Arzobispo (154–145 Ma, Jurásico Superior) representa un ecosistema costero con grandes dunas eólicas tierra adentro y vastas llanuras de inundación cubiertas de vegetación y surcadas por ríos. En esas planicies también existían lagunas y marismas de agua dulce poco profundas, donde los sedimentos fluviales formaban pequeños deltas. Un paisaje de este tipo habría recordado a ciertas regiones pantanosas subtropicales modernas, con bosques ribereños densos a lo largo de cursos de agua y sabanas arboladas estacionalmente anegadas. La abundancia de plantas y agua dulce hacía de estas planicies el hábitat ideal para dinosaurios herbívoros gigantes y una miríada de otras criaturas terrestres (como detallaremos más adelante). Las huellas fósiles halladas en la costa de Asturias, España –por ejemplo, en la Formación Lastres– sugieren que incluso en los márgenes costeros del mar Tetis existían amplios litorales fangosos donde transitaban dinosaurios, incluyendo terópodos de enorme tamaño.

Bosques y selvas continentales: En regiones más elevadas o alejadas de la costa, prosperaban bosques más secos dominados por coníferas resistentes a periodos de sequía. Árboles parecidos a las secuoyas y araucarias formaban copas elevadas, mientras que el sotobosque lo componían helechos arbóreos y matorrales de cicadaceas. Estas selvas podían ser densas en zonas húmedas montañosas y más abiertas en zonas de clima estacional. El registro fósil de troncos petrificados en algunas partes de Gondwana (por ejemplo, en la Patagonia argentina) indica la presencia de verdaderos bosques jurásicos con árboles de gran porte. En tales hábitats forestales vivían dinosaurios herbívoros de talla media (estegosaurios, ornitópodos) que encontraban alimento en la vegetación baja y depredadores que acechaban entre la maleza. También abundaban insectos, arañas y pequeños vertebrados escondidos entre la hojarasca. La ausencia de plantas con flores significaba que estos bosques carecían de flores y frutos atractivos; en su lugar, predominaban las piñas de conífera, los conos de cícadas y los esporangios de helechos como recurso vegetal.

Desiertos interiores y dunas costeras: En el corazón de los continentes o en ciertas franjas costeras resguardadas de la humedad, existían ambientes áridos. Grandes dunas de arena modeladas por el viento se han conservado en el registro geológico jurásico, señalando la presencia de desiertos locales. Un ejemplo regional lo ofrece el este de España: los depósitos eólicos asociados a la Formación Villar del Arzobispo evidencian cordones de dunas costeras adyacentes a las llanuras de inundación. Estas dunas quizá formaban barreras arenosas paralelas a la línea de costa, similares a las actuales dunas costeras de ciertas zonas semiáridas. Tierra adentro, en latitudes subtropicales de Laurasia (por ejemplo, el interior de Norteamérica o Asia central), debieron existir extensos ergs o mares de dunas bajo climas secos monzónicos. La vida en los desiertos jurásicos sería más escasa: tal vez algunos dinosaurios adaptados a la aridez cruzaban estas áreas en busca de oasis, mientras pequeños reptiles y primeros mamíferos se refugiaban durante el calor extremo. Aun así, estas regiones áridas no ocupaban la mayor parte del globo durante el Jurásico tardío, sino que estaban rodeadas por zonas más hospitalarias.

Humedales, lagunas y manglares: A lo largo de muchas costas tropicales, la interacción de ríos, mareas y oleaje formaba estuarios y marismas. Estas áreas de transición entre tierra y mar estaban tapizadas de vegetación anfibia: bosquecillos de coníferas tolerantes a la sal, helechos acuáticos y posiblemente algas y musgos en las riberas. La acumulación de materia orgánica en aguas quietas generaba pantanos y turberas. En ciertas costas de Europa, lagunas costeras someras se aislaban periódicamente del mar abierto, aumentando su salinidad; es el caso de Solnhofen (Alemania), donde lagunas hipersalinas rodeadas de planicies carbonatadas crearon condiciones únicas de preservación fósil. En similares ambientes lagunares podrían crecer tapetes microbianos y algas, sustento de pequeños invertebrados y peces, que a su vez atraían a reptiles voladores y pequeños dinosaurios a alimentarse. Es plausible que en costas de Hispanoamérica (por ejemplo, la región caribeña recién formada) existiesen marismas y manglares jurásicos primitivos asociando equisetos gigantes y otras plantas costeras, aunque el registro fósil directo allí es escaso.

Mares someros y arrecifes: Gran parte de la superficie terrestre del Jurásico tardío estaba cubierta por mares epicontinentales cálidos, de poca profundidad (menos de 100 m). Estas aguas tropicales y subtropicales constituían un paraíso para la vida marina. En la provincia Tetiana (que abarcaba Europa mediterránea, Oriente Medio y parte del Caribe mesojurásico), se desarrollaron extensos arrecifes de esponjas y corales. Los corales constructores (orden Scleractinia) formaban arrecifes barrera y parches arrecifales, aunque su distribución estaba restringida a las franjas tropicales, ausentes en latitudes boreales más frías. Entre los corales crecía una diversidad de esponjas, algas calcáreas y bivalvos rudistas incipientes (estos últimos aparecerían sobre todo en el Cretácico temprano). Los arrecifes creaban hábitats complejos llenos de cuevas y lagunas resguardadas donde proliferaban peces, crustáceos, moluscos y equinodermos. Por fuera de los arrecifes, en las plataformas someras abiertas, vivían incontables ammonites (moluscos cefalópodos de concha enrollada) que constituían organismos clave de estos mares, así como bancos de bivalvos, caracoles marinos y erizos sobre los fondos arenosos. Las costas someras tropicales pudieron albergar también manglares de coníferas tolerantes a la sal (como la familia Cheirolepidiaceae) que atrapaban sedimento y generaban terrenos pantanosos en el límite mar-tierra.

Océanos abiertos y profundos: Más allá de las plataformas continentales se extendían los dominios oceánicos profundos de Tetis y Panthalassa. Aunque la mayoría de los fondos marinos jurásicos han desaparecido por subducción, se sabe que el océano abierto estaba habitado por una rica comunidad planctónica y nectónica. El plancton incluiría algas unicelulares (dinoflagelados, algas verdes) y zooplancton como radiolarios y foraminíferos primitivos. Estos microorganismos eran la base de la red trófica marina. Peces óseos de varios tamaños, tiburones y rayas primitivas patrullaban las aguas abiertas, alimentándose de plancton, calamares y peces más pequeños. Los ictiosaurios, reptiles marinos de aspecto similar a delfines, surcaban los océanos lejos de la costa persiguiendo bancos de peces y ammonites. Sus restos se encuentran en sedimentos pelágicos y demuestran su adaptación a la vida oceánica de mar abierto (algunos con grandes ojos para la visión en profundidades moderadas). También es probable que algunas tortugas marinas arcaicas y plesiosaurios de hábitos pelágicos (especialmente los de cuello corto, grandes cazadores) vagaran mar adentro.

Ríos, lagos y sistemas de agua dulce: Completando el repertorio de hábitats, en el interior de los continentes existía una densa red de ríos que desembocaban en esos mares interiores, así como lagos continentales de diversos tamaños. Los ríos jurásicos formaban vastos deltas en sus desembocaduras, como se ha observado en los sedimentos de la cuenca ibérica (donde pequeños deltas fluviales vertían en lagos costeros someros). En las cuencas continentales de Norteamérica (ej. Formación Morrison) existieron lagos y estanques poco profundos, bordeados de vegetación palustre. Un ejemplo notable es un antiguo estanque del Jurásico tardío en lo que hoy es Utah (EE. UU.), donde las rocas han preservado incluso el vómito fosilizado de un depredador dentro de ese ambiente lacustre. Este hallazgo excepcional de huesos de anfibios parcialmente digeridos sugiere que pequeños lagos jurásicos albergaban ranas, salamandras y peces, que a su vez servían de presa a peces más grandes o reptiles, componiendo una cadena alimentaria acuática dentro de los continentes. Así, los ecosistemas de agua dulce incluían fauna variada: peces pulmonados y dipnoos en aguas estancadas, peces óseos y tiburones de río, anfibios abundantes (ranas primitivas y salamandras) y reptiles semiacuáticos como cocodrilomorfos que acechaban desde la orilla. La vegetación de ribera –equisetos gigantes, helechos acuáticos y coníferas hidrofilas– proveía sombra y refugio, mientras insectos como libélulas zumbaban sobre la superficie del agua.

En síntesis, el Jurásico tardío presentó hábitats muy diversos interconectados entre sí. Un dinosaurio herbívoro gigante podía desplazarse desde un bosque ribereño hasta la orilla de un lago para beber, mientras tortugas y cocodrilos compartían las orillas fangosas, y aves primitivas sobrevolaban desde la copa de los árboles hasta islotes en la laguna. A pocos kilómetros mar adentro, arrecifes coralinos bullentes marcaban la transición hacia un océano tropical donde reinaban los reptiles marinos. Esta rica variedad de entornos sentó las bases para la gran diversidad de flora y fauna que caracterizó al Jurásico tardío.

Flora del Jurásico tardío

La flora jurásica tardía exhibía una abundancia de plantas vasculares primitivas adaptadas a climas cálidos. Los paisajes estaban dominados por gimnospermas, es decir, plantas sin flores ni frutos verdaderos. Destacaban sobre todo las coníferas, que habían diversificado en familias que aún hoy existen. En bosques y llanuras crecían coníferas similares a los pinos y a las araucarias, algunas alcanzando gran altura y con troncos gruesos. Estas coníferas formaban el esqueleto del bosque, proporcionando sombra y hábitat a innumerables especies. Entre ellas, los géneros extintos como Brachyphyllum o Araucarioxylon (familiar de las actuales araucarias) son hallados en estratos jurásicos de muchas partes del mundo, incluyendo la península ibérica y Sudamérica.

Junto a las coníferas, prosperaban las cícadas y benetitales, plantas con aspecto de palmera baja o de helecho arborescente pero que se reproducían mediante conos. Estas cícadas daban un toque tropical al paisaje, con sus coronas de hojas rígidas y pinnadas. Eran comunes en el sotobosque de las selvas jurásicas y en las orillas de ríos y pantanos. Sus troncos cortos y hojas duras sugieren adaptaciones tanto a la sombra de los bosques húmedos como a condiciones más secas en zonas abiertas.

Los helechos eran omnipresentes. Existían helechos de diversos tamaños, desde pequeñas plantas herbáceas hasta helechos arborescentes de varios metros de altura. Formaban un denso manto verde en el suelo forestal y colonizaban las riberas húmedas. También los equisetos (colas de caballo gigantes) crecían en suelos encharcados; estos parientes antiguos de las actuales colas de caballo alcanzaban alturas notables y formaban matorrales en charcas y deltas. Un hallazgo común en depósitos de agua dulce del Jurásico tardío son impresiones de hojas de helechos y equisetos, testimonio de su abundancia en aquellos ecosistemas.

Otro elemento notable de la flora jurásica eran los ginkgos. Árboles de follaje distintivo, con hojas en forma de abanico (como la actual Ginkgo biloba), los ginkgos estaban mucho más extendidos que hoy. Vivían en bosques templados-cálidos tanto de Laurasia como de Gondwana. Hojas fósiles de Ginkgo se han encontrado en sedimentos jurásicos de Europa y Asia, indicando que aportaban color dorado al bosque estacional en otoño, antes de perder sus hojas.

Durante el Jurásico tardío, no existían aún las plantas con flores (angiospermas). Por tanto, no había flores atrayendo insectos polinizadores ni frutos carnosos dispersados por animales. La reproducción de las plantas predominantes se hacía mediante esporas (en el caso de helechos y equisetos) o semillas desnudas en conos (en el caso de gimnospermas). Esta ausencia de flores significaba que los ecosistemas vegetales tenían un carácter distinto al de épocas posteriores: los bosques carecían de floraciones vistosas y los insectos asociados a las angiospermas (abejas, mariposas, etc.) aún no habían evolucionado. En su lugar, debieron existir escarabajos y otros insectos que polinizaban cícadas o benetitales de forma más primitiva, así como escarabajos barrenadores que se alimentaban de la madera de las coníferas.

La distribución geográfica de la flora jurásica refleja las condiciones climáticas homogéneas del período. Familias de plantas similares se hallaban en latitudes muy separadas: por ejemplo, helechos y coníferas de tipos afines existían tanto en Gondwana (sur) como en Laurasia (norte). Esto sugiere que los inviernos suaves permitían la supervivencia de plantas que hoy no podrían vivir en ciertas latitudes. En latitudes altas (por encima de 60°), donde hoy habría taiga fría o tundra, en el Jurásico tardío crecían bosques templados de coníferas y helechos, sin señales de estrés por heladas.

Regiones locales ofrecían matices en la vegetación. Por ejemplo, en la costa este de la península ibérica, los sedimentos de llanuras costeras (Formación Villar del Arzobispo) han proporcionado impresiones y restos de madera que indican vegetación abundante en llanuras aluviales. Es probable que allí predominaran coníferas tolerantes a suelos húmedos y cícadas, componiendo paisajes de ribera idóneos para grandes hervíboros. Mientras tanto, en ambientes insulares como las islas del archipiélago europeo (pensemos en Solnhofen), la flora pudo ser más escasa: quizá bosquecillos de coníferas costeras y matorrales alrededor de las lagunas salobres.

En Gondwana, se conocen por ejemplo las tafonitas (restos orgánicos) de la Formación Morrison en Norteamérica y de formaciones equivalentes en África, que contienen polen de coníferas y esporas de helechos en gran cantidad. En la Patagonia, el registro paleobotánico del Jurásico tardío es limitado, pero afloramientos del Jurásico medio en Santa Cruz revelan bosques petrificados de araucarias, sugiriendo que esa familia persistió en la región hasta finales del Jurásico. También se han hallado impresiones de hojas de cícadas en sedimentos jurásicos de Argentina, confirmando la presencia de estas plantas en Sudamérica.

En síntesis, la flora del Jurásico tardío pintaba un mundo verde y exuberante, dominado por coníferas, helechos, cícadas y ginkgos. La ausencia de angiospermas no implicaba falta de diversidad vegetal; por el contrario, había una gran variedad de formas de gimnospermas. Estas comunidades vegetales sostenían a las poblaciones de herbívoros gigantes de la época y contribuyeron a la formación de los depósitos de carbón y otros materiales orgánicos que hoy encontramos en rocas jurásicas. El paisaje habría ofrecido al observador un mosaico de verdes oscuros de coníferas, salpicado por los tonos más claros de los helechos y el verde brillante de las cícadas, bajo un cielo frecuentemente húmedo o brumoso en las zonas tropicales.

Fauna del Jurásico tardío

La fauna del Jurásico tardío alcanzó un pico de diversidad, especialmente en el medio terrestre con el auge de los dinosaurios. Este periodo ha sido llamado el «apogeo de la diversidad» de los dinosaurios, ya que convivían una multitud de linajes en variados nichos ecológicos. Pero además de dinosaurios, los ecosistemas albergaban muchos otros grupos animales: reptiles voladores, primeros mamíferos, anfibios, reptiles marinos, peces, invertebrados y más. Veamos un panorama de los principales habitantes de tierra, mar y aire en el Jurásico tardío.

Dinosaurios herbívoros gigantes (saurópodos): En casi todos los continentes predominaban los saurópodos, los enormes dinosaurios de cuello largo y cuerpo masivo. Estos herbívoros cuadrúpedos podían superar fácilmente las 15–20 toneladas de peso y 20 metros de longitud. Familias como los diplodócidos (ejemplificados por Diplodocus, Apatosaurus o sus parientes) y los braquiosáuridos (Brachiosaurus, Giraffatitan) se contaban entre los animales terrestres más grandes que hayan existido. Recorriendo las llanuras en manadas familiares, los saurópodos se alimentaban de las copas de los árboles (en el caso de braquiosáuridos de cuello erguido) o de la vegetación más baja y helechos (en el caso de diplodócidos de cuello horizontal). Sus restos se han encontrado en gran abundancia en formaciones como la Morrison (Norteamérica), la Tendaguru (África oriental) y la Cuenca Lusitánica (Portugal), lo que indica su éxito global. En la península ibérica también existieron saurópodos durante el Jurásico tardío; huellas gigantes en Asturias y restos óseos en Portugal (por ejemplo, de Lourinhasaurus o Turiasaurus en zonas ibéricas) dan fe de su presencia. Estos colosos herbívoros eran ingenieros del ecosistema, derribando árboles al alimentarse, abriendo claros en la vegetación y depositando enormes cantidades de estiércol que fertilizaban el suelo.

Otros herbívoros y omnívoros terrestres: Junto a los saurópodos, coexistían dinosaurios herbívoros de mediano tamaño. Destacan los estegosaurios, cuadrúpedos acorazados con placas y púas sobre el lomo y la cola. Stegosaurus es el más famoso (presente en Norteamérica), pero en la península ibérica se han hallado restos de estegosaurios como Dacentrurus. De hecho, recientes investigaciones en Teruel y Valencia (España) han revelado numerosos yacimientos con fósiles de estegosaurios, reafirmando el papel importante de este grupo en los ecosistemas costeros ibéricos hace ~150 millones de años. Los estegosaurios probablemente se movían en grupos pequeños por las llanuras y bosques bajos, comiendo helechos y cícadas hasta la altura de sus hombros. Sus anchas placas dorsales pudieron servir para termorregularse o exhibirse, y las cuatro púas de su cola eran un eficaz disuasorio contra los depredadores hambrientos. Otros herbívoros del Jurásico tardío incluían pequeños ornitópodos (dinosaurios bípedos corredores, antepasados lejanos de los “picos de pato” del Cretácico). Ejemplos como Dryosaurus (en la Morrison) muestran un animal grácil, de 2–4 metros, que vivía en el sotobosque quizá en manadas, pastando plantas bajas y huyendo velozmente de los predadores. Aunque los ornitópodos de ese tiempo eran menores en tamaño, representaban un eslabón crucial en la cadena alimentaria, sirviendo de presa para carnívoros medianos. También existían los primeros ceratopsios primitivos en Asia oriental (como Yinlong), aunque eran diminutos y aún bípedos, y los primeros ankylosaurios acorazados (p.ej. Mymoorapelta en Norteamérica), si bien estos últimos eran raros comparados con los estegosaurios.

Dinosaurios carnívoros (terópodos): Como contraparte de los herbívoros gigantes, florecieron varios linajes de terópodos, los dinosaurios bípedos carnívoros. En la cúspide estaban los megadepredadores como Allosaurus, Torvosaurus y Ceratosaurus. Allosaurus (de ~8-9 m de longitud) era especialmente común en Norteamérica, mientras que Torvosaurus (de tamaño similar) se conoce bien en Europa (Portugal) y posiblemente en África; ambos pertenecían a familias diferentes (alosáuridos vs megalosáuridos) y podrían haber coexistido repartiendo nichos de caza. Ceratosaurus, algo más pequeño pero robusto, vivió en Norteamérica, Europa y quizás África, reconocible por su cuerno nasal. Evidencias fósiles, como huellas gigantes en Asturias, sugieren que en la costa ibérica convivieron al menos dos tipos de terópodos gigantes en el Jurásico Superior, lo cual refleja una notable diversidad de superdepredadores en el ecosistema. Para evitar competencia directa, estos grandes terópodos posiblemente practicaban división de nicho: diferencias en hábitat preferido, presas o estrategias de caza. Por ejemplo, es posible que Allosaurus cazara en grupo a saurópodos juveniles en las planicies abiertas, mientras Ceratosaurus acechaba solitario en zonas ribereñas capturando presas más pequeñas e incluso peces con sus mandíbulas más estrechas. De hecho, marcas de dientes en huesos indican comportamientos tanto de caza activa como de carroñeo; un estudio de la Formación Morrison encontró altas frecuencias de mordeduras de terópodos en huesos de presas, lo que evidencia alimentación sobre cadáveres y hasta posible canibalismo en un ecosistema estresado del Jurásico tardío. Esto sugiere que en épocas de escasez, incluso los grandes carnívoros podían alimentarse de cualquier recurso disponible –incluidos los restos de sus congéneres– antes que morir de hambre.

Además de los gigantes, había terópodos de tamaño mediano y pequeño en diversos roles. Por un lado, terópodos medianos como Megalosaurus (unos 6 m) en Europa o Afrovenator en África pudieron ocupar nichos intermedios, cazando ornitópodos o juveniles de saurópodo. Por otro lado, existían pequeños terópodos celurosaurios, algunos de los cuales muestran las primeras estructuras similares a plumas. En yacimientos de China (formación Tiaojishan, Oxfordiano) se han hallado dinosaurios emplumados como Anchiornis y Eosinopteryx, que vivieron en el Jurásico Superior. Estas criaturas de apenas 30-50 cm de longitud, cubiertas de protoplumas, probablemente eran omnívoras o insectívoras y se movían ágilmente entre la vegetación, quizás capaces de planear cortas distancias. La fauna jurásica tardía también vio la aparición de Archaeopteryx, a menudo considerado la primera “ave” primitiva. Archaeopteryx habitó las lagunas de Solnhofen hace ~150 Ma; aunque podía trepar y planear entre los árboles, no dejaba de ser un dinosaurio terópodo pequeño con dientes y garras. Su presencia indica que ya había comenzado la experimentación evolutiva con el vuelo en los dinosaurios, marcando el preludio de las aves modernas.

Fauna aérea: El cielo del Jurásico tardío estaba dominado por los pterosaurios, reptiles voladores que habían surgido en el Triásico pero se diversificaron notablemente en el Jurásico. En esta época coexistían dos grandes tipos: los rhamforrínquidos y los pterodactiloideos. Los rhamforrínquidos, como Rhamphorhynchus, tenían cola larga con punta en forma de diamante y dientes afilados para pescar; volaban sobre las lagunas y costas (sus restos son abundantes en Solnhofen junto a peces que cazaban). Los pterodactiloideos, de cola corta, incluían formas más avanzadas como Pterodactylus o Germanodactylus, de envergaduras moderadas (0.5–1.5 m) y probablemente hábitos costeros alimentándose de pequeños animales e insectos. En el Jurásico tardío aparecen también los primeros pterosaurios gigantes, por ejemplo Arambourgiania (conocido por restos fragmentarios que sugieren una envergadura enorme, aunque plenamente desarrollado en el Cretácico). Los pterosaurios ocupaban nichos análogos a aves marinas, murciélagos o incluso depredadores aéreos: algunos se lanzaban en picado por peces, otros quizás caminaban en playas cazando invertebrados. Su diversidad permitía que varias especies de pterosaurio compartieran el mismo ecosistema repartiendo recursos, una partición de nichos similar a la de aves costeras actuales (gaviotas, pelícanos, charranes, cada uno con distinta técnica de pesca).

Mamíferos y otros pequeños vertebrados: Aunque los dinosaurios opacaban en tamaño a otros terrestres, los mamíferos ya llevaban decenas de millones de años coexistiendo con ellos. Eran en su mayoría animales pequeños (de tamaño ratón a tejón) y nocturnos. En el Jurásico tardío existían diversos grupos de mamíferos primitivos, como los docodontos, triconodontos y multituberculados. Un ejemplo famoso es Castorocauda, un docodonto semiacuático del Jurásico medio; para el tardío, en la Morrison y equivalentes se encuentran dientes aislados de mamíferos que sugieren alimentación insectívora o granívora. Estos mamíferos ocupaban nichos discretos: insectívoros escarbando hojarasca, pequeños trepadores en los árboles comiendo semillas o quizás alimentándose de huevos de dinosaurio. Su diversidad en esta época, aunque difícil de evaluar por lo incompleto del registro, indica que los mamíferos resistieron en segundo plano sin competir directamente con los dinosaurios, aprovechando refugios nocturnos o subterráneos. Junto a los mamíferos, se hallaban lagartos y esfenodontes (parientes de la tuátara) en los ecosistemas terrestres, depredando insectos y pequeñas presas. También abundaban anfibios terrestres como ranas tempranas y salamandras, especialmente en ambientes húmedos; el fósil de una rana jurásica en una emboscada (posiblemente capturada por un pez, como indica la regurgitalita de Utah) muestra que estos pequeños vertebrados formaban parte de las redes tróficas terrestres y acuáticas.

Fauna de agua dulce: En ríos y lagos del Jurásico tardío vivían peces tanto cartilaginosos (tiburones y rayas de río) como óseos (por ejemplo, peces con aletas radiadas semejantes a lucios o peces pulmonados en charcas estacionales). También había tortugas de agua dulce primitivas deslizándose en los pantanos, y crocodilomorfos (cocodrilos primitivos) como Goniopholis que acechaban en ríos de Norteamérica y Europa. Estos cocodrilos podían crecer varios metros y eran depredadores semiacuáticos importantes, alimentándose de peces, pequeños dinosaurios o carroña en las orillas. Su presencia sugiere que al acercarse a beber, los dinosaurios herbívoros más jóvenes corrían riesgo de ser capturados por una potente mandíbula reptil. Asimismo, en arroyos y lagos pequeños habría anfibios abundantes –sapos, ranas sin lengua (como Notobatrachus en Patagonia, una rana jurásica) y salamandras– que controlaban las poblaciones de insectos acuáticos.

Fauna marina: En los océanos jurásicos, tres grandes linajes de reptiles marinos dominaban el rol de depredadores superiores: plesiosaurios, pliosaurios (un tipo de plesiosaurio de cuello corto) e ictiosaurios. Los plesiosaurios típicos, con largos cuellos y cuatro aletas, como Cryptoclidus o Muraenosaurus, se alimentaban de peces y cefalópodos, tragándolos enteros con sus pequeñas cabezas y dientes cónicos. Podían medir 3–6 metros y quizás cazaban en grupos pequeños cerca de la costa o en mar abierto. Los pliosaurios, en cambio, eran formas de cuello corto pero cráneos enormes, verdaderos superdepredadores marinos: Liopleurodon en Europa y Pliosaurus son ejemplos que podían superar los 10 metros con mandíbulas capaces de partir el caparazón de una tortuga o el cuerpo de un plesiosaurio. Estos gigantes probablemente se especializaban en presas grandes (otros reptiles marinos, grandes peces), complementando el nicho que hoy tendrían las orcas o tiburones blancos. Por su parte, los ictiosaurios como Ophthalmosaurus continuaban presentes; aunque su diversidad había declinado ligeramente respecto a épocas anteriores, algunos alcanzaban 4–5 metros de longitud y eran veloces cazadores de calamares, ammonites y peces en mar abierto. Con sus cuerpos hidrodinámicos similares a atunes o delfines, patrullaban distintas profundidades, quizá formando grupos.

También compartían el mar los crocodilomorfos marinos de la familia Thalattosuchia (como Metriorhynchus), que estaban adaptados a la vida pelágica con aletas y cola aplanada. Esto significa que en el Jurásico tardío había tres linajes distintos de grandes depredadores coexistiendo en el mismo mar: plesiosaurios, ictiosaurios y cocodrilos marinos. Para que todos prosperasen, debieron repartirse los recursos en cierta medida, tal como sugieren estudios de biomecánica: diferencias en la forma de dientes y mandíbulas indican que cada grupo explotaba presas algo distintas o métodos diferentes de caza. Por ejemplo, los ictiosaurios con dientes finos podían especializarse en presas pequeñas (calamares), los plesiosaurios de cuello largo en perseguir bancos de peces en aguas someras, y los pliosaurios en emboscar a otros reptiles o a los peces más grandes. Esta partición de nicho marino permitió la coexistencia de diversos reptiles en la cúspide de la cadena alimentaria sin eliminarse mutuamente.

La fauna marina no se limitaba a los grandes reptiles. Una multitud de peces óseos surcaban las aguas: teleósteos primitivos (ancestros de la mayoría de peces modernos) convivían con holósteos (garpikes, amias) en manglares y arrecifes. Los tiburones estaban representados por órdenes extintos como Hybodontiformes, que tenían tamaños desde pequeños cazadores costeros hasta medianos predadores (un tiburón llamado Stethacanthus o similares podía rondar 2 metros). Sus dientes fósiles se encuentran en Asturias y otros sitios, evidenciando su papel depredador en los mares ibéricos jurásicos. También había mantarrayas primitivas y quimeras en los fondos marinos. Entre los invertebrados, los ammonites eran especialmente diversos en el Jurásico tardío, con multitud de géneros de conchas ornamentadas que sirven hoy como fósiles guía para datar las rocas. Estos moluscos cefalópodos eran presa de ictiosaurios y posiblemente de algunos plesiosaurios. Asimismo los belemnites, cefalópodos de cuerpo alargado con un esqueleto interno en forma de bala, formaban parte de la dieta de muchos peces y reptiles (hallándose frecuentemente en contenido estomacal fosilizado). Los arrecifes albergaban gambas, cangrejos primitivos, estrellas de mar y erizos, completando un ecosistema marino tan vibrante como los arrecifes modernos.

En resumen, la fauna del Jurásico tardío presentaba ecosistemas completos en todos los ambientes: desde los más grandes dinosaurios herbívoros y carnívoros en tierra, hasta las criaturas diminutas del suelo del bosque; desde pterosaurios planeando en el cielo hasta reptiles marinos dominando los océanos. La coexistencia de múltiples especies semejantes (por ejemplo, varios géneros de grandes terópodos, o tres tipos de reptiles marinos gigantes) sugiere que la especialización ecológica era elevada, permitiendo que diferentes depredadores o herbívoros ocuparan subnichos distintos en el mismo hábitat.

Interacciones ecológicas en el Jurásico tardío

Los ecosistemas jurásicos tardíos eran complejos entramados en los que las especies interactuaban de múltiples formas: depredación, competencia, simbiosis e impacto en el medio ambiente. Gracias al rico registro fósil, podemos inferir algunas de las interacciones ecológicas más notables de aquel entonces.

Depredadores y presas: La relación más evidente es la caza entre carnívoros y herbívoros. Los gigantescos terópodos como Allosaurus y Torvosaurus cazaban herbívoros de gran tamaño. Es probable que la caza cooperativa existiera en cierta medida: por ejemplo, varios alosaurios podrían haber acorralado a un joven saurópodo, atacando en grupo para abatir presas más grandes que un solo individuo no podría derribar. Mientras tanto, herbívoros como Stegosaurus desarrollaron defensas activas –púas caudales capaces de herir gravemente a un atacante–, lo que sugiere frecuentes enfrentamientos entre estegosaurios y depredadores. Las lesiones observadas en placas y vértebras de estegosaurio, así como dientes de terópodo incrustados en huesos de saurópodos, dan fe de esa eterna lucha entre cazador y presa en el Jurásico. Un ejemplo directo proviene de la Formación Morrison, donde la abundancia de marcas de dientes de terópodos en los huesos sugiere no solo caza, sino también carroñeo intenso. En periodos de sequía o escasez, los grandes carnívoros posiblemente carroñeaban los cadáveres de dinosaurios muertos y podían volverse más agresivos entre sí; se ha documentado incluso la posibilidad de canibalismo en Allosaurus, con mordeduras compatibles en huesos de individuos de la misma especie. Esto indicaría competencia feroz en épocas difíciles, una interacción negativa intraspecífica inusual pero presente.

En los niveles tróficos inferiores, las interacciones presa-depredador eran igualmente importantes. Pequeños dinosaurios carnívoros perseguían lagartos, mamíferos y crías de otros dinosaurios. Los mamíferos insectívoros se alimentaban de insectos nocturnos; a su vez, pudieron ser presa de reptiles como lagartos mayores o serpientes tempranas (si es que ya existían ofidios, o tal vez ancestros serpentiformes) en los bosques. En el caso de los ecosistemas acuáticos continentales, un fósil notable de Utah nos brinda una instantánea ecológica: el vómito fósil antes mencionado contiene huesos de una ranita y posiblemente de una salamandra, probablemente ingeridas por un pez depredador que luego las regurgitó. Esto muestra una cadena alimenticia: una rana come insectos en el borde de un estanque, un pez grande come a la rana, y luego un evento de estrés (tal vez huir de un cocodrilo) hace que el pez vomite su comida. Hallazgos así proporcionan una visión directa de las interacciones tróficas en un charco jurásico, confirmando que ranas, peces y quizás pequeños dinosaurios formaban redes alimentarias interconectadas.

Competencia y partición del nicho: Dado el elevado número de especies semejantes conviviendo, es de esperar que hubiese competencia interespecífica por recursos. Sin embargo, muchas especies habrían minimizado la competencia mediante la partición de nichos ecológicos. En los ecosistemas terrestres, esto pudo manifestarse en diferencias de dieta, espacio o tiempo de actividad. Por ejemplo, los distintos grandes terópodos tal vez se repartían geográficamente (unos merodeando más cerca de ríos, otros en bosques abiertos) o preferían diferentes presas. Los herbívoros gigantes también podían particionar recursos: un braquiosaurio de cuello alto comía las hojas tiernas en las copas de las coníferas, mientras un diplodócido ramoneaba helechos y cola de caballo a ras de suelo –de este modo no competían directamente a pesar de coexistir en el mismo valle. Incluso dentro de un mismo grupo, como una manada mixta de saurópodos, los individuos juveniles (más bajos) tal vez se alimentaban de plantas diferentes a las de los adultos, reduciendo la competencia intragrupal.

En ambientes con alta diversidad, la partición del nicho fue fundamental para la coexistencia. Estudios recientes sobre los reptiles marinos del Jurásico han cuantificado sus diferencias morfológicas y funcionales, corroborando que los ecosistemas marinos alojaban múltiples depredadores gracias a su especialización. Por ejemplo, en el Jurásico de Inglaterra, la fauna del Oxford Clay (Jurásico medio) comparada con la del Kimmeridge Clay (Jurásico superior) revela cómo los reptiles marinos adaptaron sus mandíbulas y denticiones: especies emparentadas se agrupan morfológicamente, con escaso solapamiento entre clados diferentes, lo que sugiere que cada linaje (plesiosaurios, ictiosaurios, cocodrilos marinos) ocupaba roles ecológicos distintos y poco redundantes. Se han hallado incluso ejemplos de convergencia evolutiva en la función: distintas especies desarrollaron rasgos similares para explotar un tipo de presa, pero en general había diferenciación morfofuncional que permitía la convivencia de conjuntos diversos de reptiles marinos en un mismo mar. En resumen, un océano jurásico podía albergar a ictiosaurios cazadores de calamares rápidos, plesiosaurios de cuello largo especializados en peces pequeños cerca de la superficie, y pliosaurios de mandíbulas gigantes cazando otros reptiles –todos sin excluirse mutuamente debido a estas particiones de nicho bien definidas.

Otra forma de competencia pudo ser la competencia por refugios o sitios de anidación. Es posible que ciertas áreas seguras para poner huevos, como playas aisladas o islas libres de grandes depredadores, fuesen disputadas. Las tortugas marinas y los pterosaurios quizá competían por lugares tranquilos para anidar fuera del alcance de carnívoros terrestres. Del mismo modo, los mamíferos pequeños competían con las aves primitivas (como Archaeopteryx) y los lagartos arborícolas por los huecos en troncos o refugios entre rocas para esconderse durante el día. Aunque difícil de evidenciar fósilmente, esta competencia sutil habría moldeado comportamientos: por ejemplo, mamíferos adaptándose a vida nocturna para evitar a depredadores diurnos (dinosaurios) y reducir competencia con aves por alimento.

Simbiosis y otras interacciones: Algunas interacciones beneficiosas o neutras también debieron ocurrir. Por ejemplo, la dispersión de semillas de las plantas gimnospermas pudo involucrar a animales. Si bien no había frutos carnosos, muchas cícadas y coníferas producían semillas grandes que quizás eran comidas accidentalmente por dinosaurios herbívoros y luego excretadas en otro lugar, ayudando a la planta a dispersarse. De esta forma, un saurópodo al digerir cientos de kilos de follaje también transportaba semillas en su tracto digestivo, depositándolas a kilómetros de la planta madre junto con un montón de abono natural. Este tipo de interacción mutualista (planta-animal) habría beneficiado a ambas partes: el dinosaurio obtenía nutrición (aunque parcial, pues muchas semillas pasarían intactas) y la planta lograba extender su rango.

Otra posible simbiosis sería entre insectos y plantas. Aunque no había flores que requirieran polinización especializada, las cícadas actuales, por ejemplo, son polinizadas por escarabajos. Es plausible que en el Jurásico tardío ciertos insectos (como coleópteros) ya mantuvieran relaciones de polinización con cícadas y benetitales, o al menos de limpieza de conos, obteniendo polen como alimento. Así, bosques jurásicos podrían haber zumbado con insectos alrededor de las estructuras reproductivas de las plantas gimnospermas. En el ambiente marino, existían también interacciones como la filtración y limpieza: pequeños crustáceos limpiadores probablemente retiraban parásitos de los reptiles marinos o comían restos de sus dientes, similar a las rémoras y peces limpiadores de hoy. Aunque no hay evidencia directa de “estaciones de limpieza” en el Jurásico, la analogía sugiere que donde hay grandes depredadores, suelen aparecer oportunistas que se benefician de sus sobras o parásitos.

Impacto de los organismos en el medio: Las interacciones ecológicas incluyen cómo los seres vivos modifican su entorno. En este sentido, los dinosaurios gigantes del Jurásico tardío actuaban como arquitectos del ecosistema. Al derribar árboles para alimentarse o al migrar en manadas, los saurópodos abrían claros en los bosques, permitiendo la entrada de luz y el rebrote de plantas pioneras (helechos principalmente). También compactaban el suelo con sus pasos y generaban caminos utilizados por otros animales. Sus deposiciones masivas nutrían el suelo con fósforo y nitrógeno, favoreciendo el crecimiento de nuevas plantas; es posible que ciertas concentraciones de helechos en riberas se debieran a la fertilización por estiércol de dinosaurio. Los estegosaurios, al arrancar helechos con sus picos, controlaban el sotobosque impidiendo que algunas especies vegetales dominaran por completo. Del mismo modo, en las aguas dulces, los grandes cocodrilos removían lodo al desplazarse, afectando la turbidez y oxigenación del agua, lo cual impactaba a invertebrados bentónicos.

Un aspecto destacado fue la interacción entre dinosaurios voladores y su ambiente: Archaeopteryx y otros proto-aves quizás trepaban a los troncos para escapar de predadores; al hacerlo pudieron actuar como dispersores de pequeños invertebrados o liquenes entre árboles. Y los pterosaurios costeros, anidando en colonias en acantilados, depositaban guano rico en nutrientes que podía enriquecer la flora local (similar a los acantilados con aves marinas actuales donde la vegetación es más fértil gracias al guano). Aunque especulativo, es plausible que acumulaciones de desechos de pterosaurio atrajeran escarabajos coprófagos o insectos detritívoros, integrando aún más las cadenas tróficas.

Finalmente, existía la interacción entre distintas cadenas alimentarias: lo terrestre y lo acuático no estaban totalmente separados. Muchos dinosaurios herbívoros seguramente se internaban en ríos para beber o refrescarse, llevando materia vegetal terrestre al agua (hojas, ramas que quedaban en el río) y extrayendo agua y nutrientes al transportar barro en sus patas. Los ambientes costeros, como manglares y lagunas, eran verdaderas zonas de intercambio: peces marinos entrando a manglares a cazar crustáceos de tierra, y dinosaurios ribereños acercándose al mar a comer plantas salobres o crustáceos. Incluso los eventos de mortalidad masiva (por ejemplo, sequías que mataban muchos dinosaurios cerca de un lago) proveían un pulso de nutrientes a los sistemas acuáticos al descomponerse los cadáveres y fertilizar algas, mostrando cómo la muerte de un organismo grande podía sostener a un ejército de carroñeros, bacterias y en última instancia enriquecer el ecosistema.

En conjunto, las interacciones ecológicas del Jurásico tardío revelan un mundo activo y dinámico. Había competencia, pero también partición de recursos; había depredación feroz, pero también cooperación circunstancial; y las relaciones indirectas, desde un dinosaurio fertilizando un bosque hasta un ictiosaurio controlando poblaciones de ammonites, mantuvieron un equilibrio ecológico durante millones de años. Este equilibrio, sin embargo, no era estático, sino que evolucionaría hacia el final del Jurásico y comienzos del Cretácico, como veremos en la dinámica general de estos ecosistemas.

Dinámica de los ecosistemas jurásicos tardíos

Los ecosistemas del Jurásico tardío, a pesar de su aparente estabilidad en escala humana, estaban sujetos a cambios y perturbaciones a lo largo de escalas geológicas. La dinámica de estos sistemas incluye tanto variaciones graduales en las comunidades biológicas como eventos súbitos que alteraron el equilibrio, además de las tendencias evolutivas que preparaban el terreno para las faunas del Cretácico.

A lo largo de los millones de años que abarca el Jurásico tardío, hubo fluctuaciones ambientales que impactaron la composición de los ecosistemas. Cambios en el nivel del mar, por ejemplo, podían transformar un paisaje costero: una transgresión marina (subida del nivel del mar) convertía llanuras fértiles en bajíos marinos, desplazando a los dinosaurios tierra adentro y destruyendo hábitats terrestres, pero creando nuevos ambientes marinos someros que serían rápidamente colonizados por moluscos y reptiles acuáticos. Inversamente, una regresión exponía suelos antes sumergidos, permitiendo la invasión de plantas y animales terrestres. Estos vaivenes del mar Tetis ocurrieron con bastante rapidez en términos geológicos, e incluso durante el Jurásico Superior se registran oscilaciones notables. La inundación de amplias áreas de Europa y Norteamérica en el Oxfordiense tardío y Kimmeridgiense alteró las conexiones entre poblaciones de dinosaurios, posiblemente aislando algunas en islas (lo que pudo conducir a endemismos o enanismo insular en ciertos casos, como se ha propuesto para algunos saurópodos europeos).

El clima tampoco fue totalmente constante: se cree que hacia finales del Jurásico hubo una tendencia a condiciones algo más secas en ciertas regiones interiores y un enfriamiento muy ligero global al aproximarse el límite Jurásico-Cretácico. Aunque seguía siendo un mundo cálido, estas variaciones climáticas pudieron modificar las distribuciones de flora y fauna. Por ejemplo, una serie de años más secos podría reducir las poblaciones de helechos en las llanuras, causando escasez de alimento para algunos herbívoros más selectivos, lo que a su vez repercutiría en los depredadores. Los anillos de crecimiento en troncos fósiles y otros proxys sugieren alternancias de bonanzas y crisis para la vegetación.

Desde el punto de vista evolutivo, el Jurásico tardío fue testigo de transiciones faunísticas importantes. Lejos de terminar en una extinción masiva repentina, las evidencias apuntan a un relevo gradual y complejo de los conjuntos faunísticos al final del periodo. Estudios recientes sintetizan que no hubo un único evento catastrófico al final del Jurásico, sino una combinación de factores –erupciones volcánicas, cambios en el nivel del mar, posibles impactos meteoríticos menores, y competencia ecológica– que condujeron a un turnover significativo en las especies dominantes. Muchos grupos que caracterizaron el Jurásico tardío comenzaron a declinar hacia el límite con el Cretácico, dando paso a nuevos linajes que florecerían posteriormente. Por ejemplo, entre los dinosaurios, se observa que ciertos terópodos medianos (tetanuros basales) disminuyeron, mientras surgían terópodos de mayor tamaño y más especializados que los reemplazaron. Del lado de los herbívoros, los antiguos saurópodos basales dejaron casi todo el protagonismo a los neosaurópodos (diplodócidos y titanosauriformes) de mayor éxito. También se aprecia el ascenso de los parávianos (grupo que incluye aves primitivas y parientes cercanos): la aparición de Archaeopteryx y otros demuestra que, al final del Jurásico, la carrera armamentística evolutiva entre pequeños terópodos y pterosaurios llevó a que algunos terópodos comenzaran a conquistar el aire. De hecho, se piensa que la competencia entre pterosaurios y aves emergentes pudo influir en la diversificación de estas últimas. En contraste, los animales terrestres de menor tamaño y dieta generalista (anfibios, pequeños mamíferos) fueron más resilientes a los cambios, e incluso muchos linajes de mamíferos modernos probablemente tengan su origen en el entorno del límite Jurásico-Cretácico.

En los océanos, la dinámica fue igualmente marcada: cerca del final del Jurásico se registra una disminución en la diversidad de ciertos invertebrados y reptiles marinos de plataforma, relacionada con un descenso global del nivel del mar y posibles cambios en la química oceánica. Muchas faunas de aguas someras, especialmente en bajas latitudes, sufrieron extinciones selectivas durante el tránsito al Cretácico. Por ejemplo, algunas familias de ammonites desaparecieron, y los reptiles marinos gigantes experimentaron un recambio: varios géneros de pliosaurios y plesiosaurios no pasaron al Cretácico, mientras que otros linajes nuevos de reptiles (como los primeros **plesiosaurios de cuello muy largo Elasmosauridae o los mosasaurios tempranos, que surgirían en el Cretácico) comenzaron a perfilarse. Asimismo, fines del Jurásico vieron la radiación inicial de los tiburones modernos: estudios señalan que la mayoría de los linajes principales de tiburones actuales aparecen en el registro precisamente en el Jurásico tardío-Cretácico temprano. Esto implica que la reorganización de las cadenas tróficas marinas ya estaba en marcha antes de la Era Cretácica, con nuevos predadores (tiburones) ocupando nichos que tal vez quedaron vacantes tras la retirada de algunos reptiles marinos en los eventos de final del Jurásico.

La integración ecosistémica también cambió. Por ejemplo, grupos que habitaban tanto ambientes marinos como terrestres (como los cocodrilos y tortugas) muestran un curioso patrón: los crocodilomorfos del Jurásico tardío sufrieron extinciones en sus formas marinas (thalattosuchianos), mientras sus parientes de agua dulce y tierra firme sobrevivieron bien y diversificaron posteriormente. Las tortugas, al contrario, parecen haber prosperado y aumentado su diversidad hacia el Cretácico. Estos patrones sugieren que las dinámicas al final del Jurásico dependieron en parte de las características ecológicas de cada grupo: quienes pudieron adaptarse a cambios (por ejemplo, los que eran móviles y de amplia tolerancia ambiental, como ictiosaurios pelágicos o ciertos peces) pasaron el corte, mientras los muy especializados en ambientes restringidos (como algunos moluscos de arrecife o reptiles de aguas someras tropicales) fueron más vulnerables.

Aunque el límite Jurásico-Cretácico no es tan dramático ni conocido como la extinción masiva de final de Cretácico, su estudio revela un periodo de reajuste importante. Se ha propuesto un modelo en “cascada” donde múltiples pequeñas perturbaciones encadenadas llevaron, con el tiempo, a grandes cambios en la composición de la biota. Por ejemplo, un descenso del mar provocó contracción de hábitats marinos costeros, lo que afectó a especies bentónicas; esto pudo a su vez alterar las cadenas alimenticias, causando declives en ciertos depredadores marinos, que liberaron nichos que fueron ocupados por otras especies emergentes, y así sucesivamente. En tierra, la aparición de plantas con flores (aunque empezaron tímidamente en el Jurásico tardío según algunos indicios discutidos, y realmente se diversificaron en el Cretácico) eventualmente transformaría los ecosistemas terrestres, pero durante nuestro intervalo, el cambio florístico principal fue dentro de gimnospermas (cambios de dominancia entre coníferas y cícadas). La llegada de angiospermas justo después, en el Cretácico temprano, presentaría nuevos alimentos y oportunidades –lo cual puede verse como la fase siguiente de la dinámica iniciada a fines del Jurásico.

El Jurásico tardío representa un clímax en la era de los dinosaurios, con ecosistemas florecientes y equilibrados, pero también un punto de inflexión. Las comunidades bióticas demostraron resiliencia ante cambios graduales, adaptándose y evolucionando, pero a la vez sentaron las bases para las faunas que dominarían en la siguiente era. Los ecosistemas jurásicos tardíos estaban en constante evolución, impulsados por fuerzas tanto internas (competencia, innovación evolutiva) como externas (clima, geología). Comprender cómo respondieron a esos cambios nos proporciona una ventana invaluable para entender la capacidad de adaptación y vulnerabilidad de la vida ante transformaciones planetarias, algo que sigue resonando hasta el presente.

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