La mujeres estadounidenses que se enfrentan a los hombres con el pelo descubierto no entienden que serían azotadas sin compasión en el régimen que dicen defender. Los jóvenes que usan las palabras derechos, libertad u oprimidos no entienden que utilizar ese discurso en Gaza contra Hamás supone una ejecución extrajudicial inmediata. Pero ellos ahí están; son los tontos útiles del mundo musulmán contra las democracias liberales occidentales cristianas.
La reciente ola de protestas en las universidades estadounidenses, en particular en algunas pertenecientes al elitista grupo de la Ivy League como Columbia y Yale, ha destacado una dinámica preocupante y cada vez más común en las instituciones de educación superior del país. Aunque los manifestantes alegan solidaridad con Palestina y presentan demandas contra acciones militares israelíes, estas movilizaciones han estado acompañadas de una escalada alarmante de incidentes antisemitas. Lo más preocupante es que, en nombre de la libertad de expresión, se ha permitido que el discurso del odio, o nosotros o ellos, se filtre y domine estos eventos.
En Columbia, la situación ha alcanzado niveles críticos con la cancelación de clases y la intervención de autoridades locales y nacionales. Los manifestantes han bloqueado el tráfico y han alterado la vida académica, justificando sus acciones en un apoyo cuestionable hacia lo que describen como una resistencia legítima. Sin embargo, esta «resistencia» ha cruzado el límite hacia expresiones de odio abiertamente antisemitas, con ataques dirigidos específicamente a estudiantes judíos, creando un ambiente de miedo y exclusión.
El antisemitismo en estos entornos no es solo reprobable sino que además es irónico, considerando que muchas de las voces que se alzan en protesta lo hacen desde la comodidad de una sociedad libre y democrática en universidades financiadas por personalidades judías adineradas. En este contexto, los mismos estudiantes que disfrutan de las libertades de expresión y de asociación otorgadas por una democracia liberal están promoviendo, tal vez sin plena consciencia, una agenda que idealiza regímenes medievalistas y atrasados que, en la práctica, suprimen estos derechos.
Esta paradoja es palpable cuando figuras públicas y donantes, como Robert Kraft (multimillonario judío, dueño de un club de la NFL y donante habitual de la universidad), deciden retirar su apoyo a instituciones como Columbia debido a la incapacidad demostrada para manejar estos asuntos con la seriedad que merecen. Kraft, afectado personalmente por el virulento clima de odio antisemita, ve la inacción de la que fue su universidad como una traición a los principios de libertad y respeto que deben regir en cualquier institución educativa.
Estas tensiones reflejan una brecha más amplia en la sociedad estadounidense y, en un sentido más general, en muchas democracias occidentales, donde se ha observado un creciente descontento juvenil hacia políticas consideradas injustas o sesgadas. Sin embargo, la reacción cae siempre en la trampa del extremismo opuesto, la xenofobia y el sectarismo en base a relatos fáciles sin base real pero que se venden perfectamente en las redes sociales. La ironía de aprovechar las libertades de una sociedad abierta para promover un punto de vista que, en muchos casos, se alinea con ideologías que no tolerarían dichas libertades, es una hipocresía que necesita ser desafiada de manera abierta y enérgica.
Las universidades, como bastiones de aprendizaje y debate, deben ser espacios donde se pueda discutir y disentir sin miedo a la violencia o al odio. Cuando se cruzan estas líneas, la institución debe actuar no solo en defensa de la seguridad de sus estudiantes sino también de los principios democráticos fundamentales que forman la base de la sociedad moderna. Desafortunadamente, lo que estamos viendo en muchos de estos campus no es una defensa de los derechos humanos ni una crítica constructiva a las políticas gubernamentales, sino una supresión del debate académico en favor de una narrativa polarizada basada en la mentira que deja poco espacio para el entendimiento mutuo.