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domingo, 24 noviembre 2024

Relatos cortos: Atardecer en Sierra Nevada

Ocio y culturaRelatos cortos: Atardecer en Sierra Nevada

Atardecer en Sierra Nevada

La nieve se extendía ante Sofía como un lienzo en blanco, puro e intimidante, reflejando el sol brillante de la tarde. A pesar de la belleza del paisaje de Sierra Nevada, no podía dejar de sentir un nudo en el estómago. Desde pequeña, había soñado con deslizarse por las pistas con la gracia de un cisne, pero la realidad era bien distinta. Sofía era torpe, lo sabía, y ahora estaba aquí, en esta estación de esquí, intentando finalmente conquistar ese sueño siempre aplazado durante años debido a su carrera médica y, más recientemente, por una dolorosa ruptura amorosa.

En la taquilla, se había equipado con un traje de esquí que parecía más un disfraz de astronauta que ropa deportiva. Mientras ajustaba incómodamente sus botas, el instructor asignado a su clase se acercó. Era un hombre de mediana edad, con el rostro marcado por el frío y los años, pero sus ojos aún brillaban con una chispa de juventud desafiante. Había sido un esquiador olímpico, con un futuro de medallas y aplausos; sus compañeros de equipo le llamaban Carlitos porque decían que iba a ser el nuevo Paquito. Sin embargo, una lesión grave mientras intentaba presumir de sus habilidades delante de unas chicas había truncado su carrera, dejándolo anclado a estas montañas, enseñando a principiantes y turistas en lugar de competir en pistas internacionales. Dieciséis años llevaba ya viviendo con la amargura de lo que pudo ser y no fue.

—Buenas tardes, soy Carlos —se presentó con una voz que llevaba el peso de la experiencia y un ligero rastro de rutina. —Y tú debes ser Sofía, la última de mi grupo hoy.

Sofía asintió, extendiendo una mano enguantada que Carlos aceptó brevemente.

—He oído que es tu primera vez esquiando —comentó Carlos, escudriñándola con una mirada evaluadora.

—Sí, y estoy bastante nerviosa —confesó Sofía, intentando una sonrisa que más bien parecía una mueca de preocupación.

Carlos asintió, como si la confirmación de su nerviosismo fuera algo que necesitaba saber. Luego, con un gesto para que lo siguiera, se dirigieron hacia el telesilla.

—Verás, Sofía, el esquí puede ser un deporte frustrante al principio, pero todo es cuestión de práctica y paciencia —dijo Carlos mientras subían al telesilla, que los elevó lentamente sobre la ladera nevada.

Ella miró hacia abajo, a las pistas donde esquiadores de todos los niveles zigzagueaban entre sí. El vértigo la invadió, pero se obligó a escuchar la voz de Carlos, que continuaba explicando los fundamentos del esquí.

—Una vez que estemos arriba, empezaremos con lo básico. Lo importante es que no te presiones. Aquí, cada uno avanza a su ritmo.

Al llegar a la cima, Carlos ayudó a Sofía a levantarse del asiento del telesilla. Con un suspiro profundo, se enfrentó a la pendiente blanca que se presentaba desafiante, con su corazón latiendo fuertemente por la anticipación y el miedo. Carlos se colocó frente a ella, mostrando paciencia.

—Está bien, Sofía. Respira hondo y sigue mis pasos. Primero vamos a aprender a frenar y después vamos a deslizarnos poco a poco.

Con cada desliz errático y cada caída amortiguada por la nieve suave, Sofía comenzó a encontrar un ritmo torpe pero constante bajo la guía inquebrantable de Carlos. Aunque cada caída le recordaba su propia vida, desordenada y llena de tropiezos, algo dentro de ella se aferraba a la posibilidad de superar, de aprender, no solo a esquiar, sino también a enfrentar los desafíos que la vida le presentaba.

Mientras el sol comenzaba a descender sobre Sierra Nevada, Sofía se enfrentaba a su realidad con renovada determinación, empujada no solo por su propio deseo de superación, sino también por la comprensión silenciosa de que, al igual que Carlos, a veces la vida requiere aceptar los desafíos y aprender de ellos, paso a paso en la nieve.

Los primeros días habían transcurrido entre caídas y pequeños triunfos. A cada paso que Sofía daba en las pistas nevadas de Sierra Nevada, parecía descubrir un nuevo modo de caer. Sin embargo, bajo la tutela de Carlos, también comenzaba a comprender que cada error era una puerta a una nueva lección, no solo en el esquí, sino en la vida misma.

Carlos, con una mezcla de severidad y paciencia, la instruía en el arte de mantener el equilibrio y controlar los movimientos, pero a menudo sus enseñanzas trascendían lo técnico. Entre descenso y descenso, hablaba de cómo los desafíos físicos podían ser una metáfora de los desafíos de la vida, cómo el miedo a caer podía paralizarnos, pero también cómo levantarse tras una caída era lo que realmente nos definía. Empezaban a entenderse.

El quinto día, sin embargo, fue particularmente difícil. Sofía se sentía especialmente frustrada, con cada desliz en la nieve reflejando su estado interior tumultuoso. Mientras Carlos la observaba desde un poco más arriba en la pendiente, ella perdió el control y cayó estrepitosamente, una vez más. Sentada en la nieve, con las piernas enterradas en el frío manto blanco, se llevó las manos al rostro, queriendo esconder las lágrimas que empezaban a asomar.

Carlos se acercó rápidamente, deslizándose con esa elegancia que solo años de práctica podían conferir. Se detuvo a su lado, arrodillándose en la nieve con un suspiro de preocupación.

—Sofía, tienes que ser paciente contigo misma —dijo él, su voz suave pero firme.

Pero Sofía sacudió la cabeza, mirando hacia otro lado.

—No es solo el esquí, Carlos. Soy torpe en todo. Vine aquí para olvidar los errores que cometí, no solo en mi relación, sino en muchas partes de mi vida, pero no doy para más: lo dejo.

Carlos la escuchó en silencio, su expresión se suavizó. Sabía de errores y de frustración y de huir de ellos; después de todo, él había encontrado en estas montañas un refugio de su propia vida destrozada.

—Todos somos torpes en algún momento, Sofía. La clave está en no dejar que esa torpeza defina quiénes somos o lo que podemos lograr. Si te rindes ahora, ¿cómo sabrás hasta dónde puedes llegar?

Ella lo miró, sus ojos buscando en los de él alguna señal de comprensión. Carlos, por su parte, vio en esa mirada una oportunidad no solo para enseñar, sino para sanar, tanto a Sofía como a sí mismo.

—Te propongo algo —continuó Carlos, extendiéndole una mano para ayudarla a levantarse. —Dame una semana más, sólo una. Vamos a esquiar no solo para que aprendas a no caerte, sino para que aprendas a no temerle a las caídas.

Con un suspiro, Sofía aceptó la mano de Carlos y se puso de pie, sacudiéndose la nieve. Quizás lo que necesitaba era justo eso, alguien que la desafiara a enfrentarse no solo a las pistas sino a sus propios miedos internos.

Continuaron el resto del día con menos caídas y más conversación, encontrando en cada palabra una forma de construir algo más profundo que simples lecciones de esquí. Era un entendimiento tácito de que, aunque la vida pudiera ser torpe y dolorosa a veces, también había belleza en el aprendizaje y en la superación de los obstáculos, juntos.

Los días siguieron su curso en Sierra Nevada con la majestuosidad de las montañas y el silencio profundo que sólo la nieve puede crear. Sofía, aún dubitativa pero decidida a no rendirse del todo, había aceptado el reto de Carlos de quedarse una semana más, empujada por la promesa no dicha de que algo grande estaba a punto de cambiar, no solo en sus habilidades en las pistas, sino en su interior.

Sin embargo, la frustración seguía siendo una compañera constante para Sofía. Dos días después de su acuerdo, al final de una tarde particularmente desafiante, su paciencia y su resistencia flaquearon. En un último intento fallido de dominar por fin una pista azul, perdió el control y cayó deslizándose varios metros abajo de la pendiente antes de detenerse. El manto blanco se tiñó de crepúsculo y la derrota finalmente se apoderó de ella.

Carlos, que había descendido con la destreza de alguien que conocía cada centímetro de la montaña, se detuvo a su lado, su rostro usualmente imperturbable mostraba signos de exasperación.

—¡No tiene sentido! —exclamó Sofía mientras se quitaba las gafas de esquí, con su voz quebrada por la frustración.

—¡Sí lo tiene, Sofía! —respondió Carlos, más alto de lo que había pretendido. Se agachó a su lado, con la respiración agitada tanto por el descenso como por la emoción. —No puedes simplemente rendirte porque las cosas no salen como quieres.

La vehemencia en su voz hizo que Sofía lo mirara sorprendida. Nunca lo había visto tan alterado; siempre había sido un bastión de calma y paciencia.

—No entiendes… —empezó ella, pero Carlos la interrumpió.

—¡Claro que entiendo! —Su tono se suavizó, y sus ojos revelaron un velo de tristeza. —Sé más de fracasos de lo que crees. Yo estaba en la cima de mi carrera, a punto de ser oro olímpico y de repente, todo terminó. Una mala caída, mi rodilla destrozada… y todos mis sueños se esfumaron. Toqué la gloria con los dedos pero llevo aquí dieciséis años dando clases a gente que no ama la nieve ni una milésima parte de lo que siento por cada copo de esta sierra. Tú no sabes lo que es el fracaso: no tienes derecho a hablar así.

Sofía lo observaba; su propia frustración palidecía ante la revelación del dolor compartido. Carlos respiró hondo, con la mirada perdida en el horizonte donde el sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de rojos y naranjas.

—Desde entonces, he estado aquí, enseñando a otros, sobreviviendo. Pero lo cierto es que cada persona que enseño, cada historia que escucho, me recuerda que todos tenemos nuestras montañas que escalar y nuestras propias batallas que luchar.

Se miraron unos segundos y un silencio cargado de comprensión mutua se asentó entre ellos. Sentados uno al lado del otro, sin necesidad de palabras, se quedaron absortos viendo la mágica puesta de sol sobre Granada. En ese momento, el mundo parecía pequeño y sus problemas, aunque no menos reales, parecían momentáneamente más leves.

Cuando el último rayo de Sol se perdió en el cielo más allá de Antequera, lentamente, Sofía se quitó un guante, extendiendo su mano descubierta con la palma hacia arriba y la colocó suavemente sobre su rodilla sin apartar la vista del horizonte. Carlos, a su vez, con la mirada fija en el atardecer se quitó el suyo y tomó la mano de ella, entrelazando sus dedos fríos.

Y el resto… bueno… el resto es una bonita historia que dejamos aquí para otro día.

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