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martes, 19 noviembre 2024

Relatos cortos: En busca de la cápsula perdida

Ocio y culturaRelatos cortos: En busca de la cápsula perdida

En el corazón de la península ibérica, escondido entre valles olvidados y montañas que apenas se asoman a las rutas del progreso moderno, se encuentra Valdesantera, un pueblo tan pequeño que podría pensarse deshabitado si no fuera por las diecisiete almas que aún resisten el embate del tiempo y el olvido. Estos habitantes, todos ellos rondando el ocaso de sus vidas, han encontrado un pasatiempo inesperado que los sacaría de la monotonía del día a día. Te lo cuento.

Fue un miércoles gris cuando don Gregorio, el encargado de cuidar el antiguo edificio que una vez albergó la alcaldía, se aventuró al desván en busca de viejos expedientes municipales con los que prender la chimenea del único bar y centro de vida social que quedaba en el pueblo. Mientras el polvo danzaba en los escasos rayos de luz que se colaban por el tejado, sus ojos se posaron sobre una caja de madera carcomida por el tiempo. Con manos temblorosas, abrió la tapa para descubrir un montón de papeles amarillentos y, entre ellos, un mapa que parecía gritar aventura.

El mapa, adornado con intrincadas líneas y símbolos que sugerían más arte que precisión cartográfica, señalaba la existencia de un tesoro escondido por un antepasado común a varios de los actuales residentes del pueblo. Sin perder tiempo, don Gregorio compartió su hallazgo con el resto de los habitantes durante la merienda de esa tarde en el bar de doña Emilia.

La noticia del mapa se esparció como la pólvora y al caer la noche, cada uno de los ancianos ya había trazado su propio plan para encontrar el tesoro. Armados con todo tipo de artefactos rudimentarios —detectores de metales que llevaban décadas sin usarse, palas que crujían al igual que sus propias articulaciones y un sinfín de gorras y sombreros para protegerse del sol—, se prepararon para la búsqueda.

Al amanecer del día siguiente, el pueblo, que usualmente se sumía en un silencio casi religioso, se llenó de un bullicio poco común. Cada anciano, con sus teorías basadas en recuerdos de infancia, rumores de viejos y mucha imaginación, se dispersó por los alrededores del pueblo.

Don Manuel, el más viejo de todos y con una memoria para los números impresionante, insistía en que el tesoro estaba enterrado bajo el viejo roble en la loma del sur, donde según él, se divisaba la sombra de la cruz del campanario cada atardecer. Por otro lado, doña Josefina, con su eterna desconfianza hacia las coincidencias, afirmaba que el mapa era una clave astronómica y que solo alineando ciertas estrellas con las viejas estructuras del pueblo darían con el lugar exacto.

Así, entre pasos lentos y determinados, comenzó la gran búsqueda en Valdesantera. Lo que ninguno imaginaba era que esta aventura los llevaría por un camino lleno de recuerdos, risas y, sobre todo, redescubrimientos de un pasado que creían perdido.

El entusiasmo inicial de los habitantes de Valdesantera por encontrar el tesoro escondido parecía no tener fin. Armados con todo tipo de herramientas anticuadas y mapas dibujados a mano, cada uno de los ancianos se había lanzado a la búsqueda con una teoría más peculiar que la otra sobre la posible ubicación del tesoro.

Don Jacinto, el más excéntrico del grupo, estaba inexplicablemente convencido de que el tesoro estaba enterrado bajo el viejo molino de viento en desuso, pues creía que el mapa mostraba un patrón similar a las aspas del molino cuando se miraba a contraluz. Armado con una linterna y su viejo detector de metales, pasó días escarbando alrededor del molino siguiendo su corazonada, solo para encontrar una colección de botellas de vino antiguas que él mismo había enterrado allí  durante una borrachera juvenil. Era eso.

Por otro lado, doña Carmen, conocida por su meticulosa atención al detalle, insistía en que el mapa contenía un código secreto basado en el número de pasos desde la fuente del pueblo hasta la iglesia. Siguiendo sus cálculos, terminó excavando en el jardín de la escuela, donde en lugar del tesoro, desenterró una caja de metal oxidada que contenía varias dentaduras postizas que se habían perdido durante la celebración del centenario del pueblo.

Mientras tanto, el grupo de los hermanos Sánchez, siempre inseparables en sus andanzas, optaron por una búsqueda más estratégica. Convencidos de que el tesoro se encontraba enterrado en algún lugar a lo largo del antiguo camino real que cruzaba el pueblo, pasaron semanas inspeccionando cada centímetro del camino. Sus esfuerzos se vieron interrumpidos constantemente por hallazgos de viejas medallas de guerra y otros recuerdos del pasado del pueblo, que, aunque emocionantes, no eran el tesoro que buscaban.

Entre risas y bromas sobre las erróneas interpretaciones del mapa, los ancianos compartían estas historias por las noches en la taberna de doña Emilia. Con cada nuevo día, la búsqueda parecía convertirse más en un pasatiempo que en una misión seria, y el mapa, aunque intrigante, empezaba a parecer más un catalizador de recuerdos y camaradería que una verdadera guía hacia un tesoro.

A medida que los días se convertían en semanas, el entusiasmo inicial fue dando paso a la aceptación de que, quizás, el verdadero tesoro no era el oro o las joyas que esperaban encontrar, sino las historias y los momentos compartidos en esta peculiar aventura. Sin saberlo, estaban a punto de descubrir algo que reforzaría aún más esta perspectiva.

A medida que el otoño empezaba a teñir de oro los campos alrededor de Valdesantera, el fervor por la búsqueda del tesoro se había enfriado, quedando solamente la chispa de una aventura que había revivido el espíritu juvenil de los ancianos del pueblo. A pesar de los múltiples fracasos y descubrimientos erróneos, un aire de satisfacción y camaradería flotaba entre los viejos amigos que habían compartido tantas risas y recuerdos en esas semanas.

Fue en una fresca mañana de noviembre cuando don Ernesto, el más callado del grupo y antiguo cartero del pueblo, decidió dar un último paseo por el antiguo campo de fútbol donde solían reunirse de jóvenes. Con pala en mano y un viejo detector de metales que más veces fallaba que acertaba, empezó a caminar por el terreno ahora cubierto de hierba alta y flores silvestres.

El detector comenzó a emitir un pitido constante cerca de la portería que pegaba a la acequia, un lugar que había visto innumerables partidos y celebraciones. Intrigado, don Ernesto empezó a cavar con una mezcla de escepticismo y esperanza. No tardó mucho en encontrar una caja de metal bastante grande, enterrada a poca profundidad. Con las manos temblando ligeramente, la limpió y la abrió, revelando no oro ni joyas, sino algo mucho más valioso para él y sus compañeros.

Dentro de la caja, había fotos descoloridas por el tiempo, cartas escritas con la torpe letra de adolescentes, insignias escolares, y varios objetos personales que habían pertenecido a los habitantes de Valdesantera. También había una carta firmada por todos, fechada el día que visitó el pueblo Don Jesús Rubio García-Mina, el entonces Director General de Educación. Ese día habían decidido enterrar una cápsula del tiempo, prometiendo recordar siempre los lazos que los unían.

Con lágrimas en los ojos, don Ernesto llevó la caja al bar de doña Emilia, donde los demás ancianos se reunían cada tarde. Al ver los objetos, cada uno fue abrumado por un empacho de nostalgia. Las cartas, llenas de sueños y promesas de juventud, les recordaron que, aunque no habían encontrado el tesoro material que buscaban, lo que realmente habían atesorado a lo largo de los años era su amistad y los recuerdos compartidos.

La búsqueda del tesoro terminó ese día, no con la riqueza material que esperaban, sino con una riqueza emocional que confirmó que los verdaderos tesoros de la vida a menudo no son los que se entierran bajo tierra, sino los que se llevan en el corazón. Valdesantera, un pueblo que parecía olvidado por el tiempo, había encontrado su mayor tesoro en la unión y el amor de sus habitantes, un legado que perduraría mucho más allá de sus días.

Por cierto, el mapa sigue enmarcado en la pared según se entra a la derecha del bar de doña Emilia y seguirá allí lo que esta buena señora tarde en irse a criar malvas. No lo dejes mucho. Ya sabes: Valdesantera, provincia de Cáceres, en la carretera EX-385 entre Jaraicejo y Monroy. Yo, ahí lo dejo; tú mismo.

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