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martes, 19 noviembre 2024

Relatos cortos: El Guardián de la Ermita

Ocio y culturaRelatos cortos: El Guardián de la Ermita

El Guardián de la Ermita

En el corazón del Barranco del Pedroso, recorrido por la sombra de los castaños centenarios y el murmullo de un viento que parece susurrar secretos, se encuentra una pequeña ermita con un techo de hojalata que reluce bajo la luz de la luna. Este santuario, solitario y misterioso, ha sido desde tiempos inmemoriales el centro de numerosas leyendas locales. Los ancianos del pueblo, un lugar pequeño y recoleto donde todos se conocen por nombre, cuentan historias de un ser etéreo conocido como El Guardián.

Según relatan, cada noche, El Guardián emerge de entre las sombras del santuario para realizar su centinela. No es un espíritu malévolo ni tampoco uno benévolo; es simplemente un custodio encargado de mantener la ermita y sus secretos a salvo de los curiosos y de las fuerzas que acechan en la oscuridad del bosque. Los resplandores que a menudo se ven danzando en el cielo sobre la ermita no son más que las señales de El Guardián, comunicándose con entidades celestiales, dioses cuya existencia el común de los mortales apenas puede comprender.

Estos destellos luminosos, que algunos lugareños atribuyen a fenómenos naturales y otros a magia antigua, siguen patrones que nadie ha podido descifrar completamente. Dan la impresión de un código antiguo, un lenguaje olvidado que solo seres de otro mundo podrían entender. Los niños del pueblo, con sus mentes llenas de fantasía, juegan a interpretar estos mensajes celestiales, creando sus propias historias sobre guerras en las galaxias y alianzas rebeldes.

La ermita en sí es una estructura modesta, construida con piedras desgastadas por el tiempo y cubierta con un techo de hojalata que parece cantar bajo la lluvia. Dentro, las paredes están adornadas con iconografías desvanecidas y un altar sencillo preside la nave, cubierto de polvo y recuerdos. No se celebran misas aquí, no desde hace décadas; el sacerdote del pueblo visita una vez al año para bendecir el lugar y asegurarse de que no se haya profanado su sagrado silencio.

Pero más allá de las oraciones y los rituales, es El Guardián quien verdaderamente vela por este lugar. Cada anochecer, su figura, apenas perceptible a los ojos humanos, se pasea por la ermita, tocando las frías piedras con una presencia que es tanto de este mundo como de otro. A veces, los más valientes o los más tontos, según se mire, han intentado quedarse por la noche para ver al Guardián. Algunos regresan contando historias de una figura alta y esbelta, rodeada de un halo de luz azulada; otros vuelven en silencio, con una mirada que sugiere haber visto más de lo que esperaban.

Así, la ermita sigue en pie, un puente entre lo conocido y lo desconocido, custodiada por un ser que no pertenece a nuestro mundo, pero que ha elegido este santuario solitario como su hogar en la tierra. Y mientras los resplandores iluminan el cielo cada noche, El Guardián continúa su eterna vigilancia, esperando el día en que sus mensajes sean finalmente comprendidos.

Tomás, un astrónomo aficionado cuya vida había transcurrido entre telescopios y mapas estelares, siempre había sentido una atracción especial por los misterios del cielo. Su pequeña casa estaba llena de libros sobre constelaciones, nebulosas y teorías astronómicas, pero ningún fenómeno había capturado su imaginación como los resplandores nocturnos sobre la ermita del bosque.

Una noche, mientras observaba estas luces a través de su telescopio, Tomás notó algo extraordinario: los patrones de los resplandores coincidían con alineamientos estelares conocidos solo por las más antiguas civilizaciones astronómicas. Fascinado por este descubrimiento, decidió investigar más de cerca, esperando que tal vez, esos patrones le ofrecieran claves sobre el universo que los antiguos astrónomos habían intentado descifrar.

Armado con su cuaderno de notas y una linterna, Tomás se dirigió a la ermita una noche de luna llena. El camino estaba silencioso, salvo por el crujir de las hojas bajo sus pies y el ocasional aullido lejano de algún animal. Al llegar, la puerta de la ermita, normalmente cerrada y cubierta de enredaderas, estaba entreabierta como invitándolo a entrar.

Dentro de la ermita, el aire estaba cargado de una energía palpable. Tomás encendió su linterna, y mientras la luz barría el interior, una figura comenzó a materializarse frente a él. Era El Guardián, manifestándose como un holograma tenue y parpadeante. Su forma era humana, pero hecha de luz y sombras entrelazadas, como si estuviera hecho de las mismas estrellas que Tomás tanto amaba.

El Guardián le habló con una voz que resonaba como un eco distante: «Tomás, has sido elegido para ayudarme a mantener este santuario, en retorno, compartiré contigo conocimientos perdidos sobre el cosmos». Su español tenía un acento antiguo, casi olvidado, que resonaba con la solemnidad de los tiempos pasados.

Inicialmente sorprendido, Tomás sintió una mezcla de temor y emoción. Aquí estaba, frente a un ser de otro mundo, y se le ofrecía la oportunidad de aprender secretos que ningún otro ser humano conocía. Después de un breve momento de duda, aceptó el pacto.

Durante las siguientes semanas, Tomás trabajó durante el día para reparar y mantener la ermita y por las noches El Guardián le enseñaba. Las lecciones eran profundas, abarcando desde la física cuántica hasta la astrología antigua, pasando por teorías sobre la vida extraterrestre y la naturaleza del tiempo y el espacio.

Los descubrimientos de Tomás, alimentados por el conocimiento de El Guardián, comenzaron a ganar reconocimiento. Publicaba artículos en revistas de astronomía y pronto. Con cada premio y cada elogio, la fama de Tomás crecía, pero también lo hacía su inquietud. A medida que aprendía más, comenzaba a cuestionar no solo la naturaleza de la realidad, sino también su propio lugar en el vasto cosmos.

A pesar de sus logros, una pregunta persistía en su mente, una duda que crecía cada noche mientras observaba a El Guardián desvanecerse lentamente: ¿qué precio tendría que pagar por todo este conocimiento? ¿Sería su alma como en las tragedias clásicas?

A medida que Tomás se sumergía más profundamente en el enigma de los patrones estelares y su vinculación con la ermita, comenzó a percibir las sutilezas de la presencia de El Guardián. No era solo una voz del pasado ni un simple holograma; era una entidad de energía pura, un nexo entre lo terrenal y lo celestial. Cada visita a la ermita le revelaba más no solo sobre el Universo, sino sobre la verdadera naturaleza de su misterioso mentor.

Una noche, mientras Tomás ajustaba su equipo en la ermita, notó que la carga de su móvil y la batería de su portátil disminuían a una velocidad alarmante. Intrigado, realizó experimentos adicionales, concluyendo que la presencia de El Guardián drenaba la energía eléctrica de cualquier dispositivo cercano. Esto le llevó a una revelación sorprendente: El Guardián estaba utilizando el techo metálico de la ermita como una antena para comunicarse, como un medio desesperado para enviar señales a sus congéneres.

Con cada encuentro, El Guardián se materializaba con mayor dificultad, su forma cada vez más etérea, como si se desvaneciera poco a poco en el aire. Durante una de estas reuniones, con la voz cargada de un cansancio milenario, al final reveló a Tomás la verdad de su existencia. Había sido enviado a la Tierra hace más de dos siglos como un vigía, un observador de los movimientos cósmicos y guardian de antiguos secretos estelares. Sin embargo, su misión había concluido y ahora buscaba regresar a su dimensión original, pero se encontraba atrapado, su energía menguando cada vez más.

«Mi tiempo se agota, Tomás,» susurró El Guardián con una voz que parecía un eco lejano. «Esta ermita, este techo de hojalata, es mi último enlace con mi mundo. Sin suficiente energía, no puedo mantener la señal necesaria para que me rescaten.»

Tomás, movido por una mezcla de compasión y determinación, se propuso ayudar a El Guardián a regresar a su hogar. Comenzó por llevar una batería, luego un generador a la ermita, tratando de amplificar la potencia de la señal. Noche tras noche, bajo el resplandor estelar, trabajaban juntos, ajustando dispositivos y expandiendo la antena improvisada, en un esfuerzo por fortalecer la llamada del Guardián.

Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, la situación se volvía cada vez más desesperada. La energía necesaria era demasiado grande y la distancia a su mundo natal, quizás, demasiado lejana. Tomás comenzaba a darse cuenta de que podrían no ser suficiente las soluciones terrenales para un problema de una magnitud cósmica. La angustia de no poder ayudar a su amigo, a quien ahora consideraba su mentor, lo consumía tanto como la fascinación que había sentido al principio por los misterios del universo.

La relación entre Tomás y El Guardián, en ese entorno aislado y antiguo, se convirtió en un símbolo de la lucha entre la esperanza y la aceptación, entre el deseo de salvar y el reconocimiento de las limitaciones de nuestro alcance. En las profundidades de la noche, bajo la bóveda estrellada que una vez había parecido tan llena de promesas, Tomás afrontaba ahora la posibilidad de un adiós inevitable.

El crepúsculo se cernía sobre el bosque mientras Tomás se dirigía una vez más a la ermita, su mochila cargada con baterías nuevas y un sentimiento de urgencia palpable. Cada visita se había convertido en un acto de fe, un ritual silencioso donde compartía más que meros momentos con El Guardián; compartía esperanzas, sueños y, últimamente, desesperación.

Al llegar, notó que el ambiente alrededor de la ermita era diferente; una quietud anormal se cernía en el aire, como el pesado silencio que precede a las tormentas. Con paso tembloroso, abrió la puerta de madera que chirrió bajo el peso de su propia antigüedad. Dentro, la penumbra era más densa que de costumbre, rota solo por el brillo tenue que comenzaba a formarse en el centro del santuario.

El Guardián apareció ante Tomás no como el débil holograma acostumbrado, sino con una intensidad y claridad que nunca antes había mostrado. La luz que emanaba de su forma parecía vibrar con urgencia, y su voz, cuando finalmente habló, resonó con una fuerza que hizo eco en las paredes de piedra.

«Tomás,» dijo El Guardián, su tono lleno de un dolor insondable, «he llegado al final de mi existencia. He luchado durante 265 años terrenales para mantener mi presencia aquí, pero ya no puedo sostenerme más. Es hora de dejarme ir.»

Tomás sintió un nudo en la garganta. A lo largo de los años, había llegado a ver a El Guardián no solo como un mentor, sino como un amigo, un compañero en su solitaria obsesión por los cielos. «No,» respondió con voz temblorosa, «debe haber otra manera. Podemos encontrar más energía, podemos intentar algo más.»

Pero El Guardián negó con una tristeza infinita. «No, joven Tomás. Es el momento. Debes dejar de luchar contra lo inevitable. Has aprendido mucho, y compartirás ese conocimiento con el mundo. Ese es ahora tu deber.»

Con un gesto resignado, El Guardián extendió lo que parecía su mano hacia el móvil de Tomás, que yacía sobre una pequeña mesa de madera. En un instante, la batería del móvil se vació, absorbiendo cada último vestigio de energía en un intento final de sostenerse. La luz que rodeaba al Guardián se hizo increíblemente brillante, casi cegadora, y luego, con la rapidez de un relámpago, se desvaneció.

Tomás, parpadeando a través de las lágrimas, vio cómo la figura de El Guardián se desintegraba, deshaciéndose en un millar de motas de luz que se esparcían por el aire, ascendiendo hacia el techo de hojalata y desapareciendo en la oscuridad de la noche.

Solo en la ermita, rodeado por el eco del silencio, Tomás se arrodilló y lloró por la pérdida de su amigo, por el fin de una era. Así, bajo el techo de hojalata de la ermita, entre las sombras y los resplandores fugaces de estrellas distantes, hizo una promesa: continuaría la obra del Guardián, explorando los misterios del universo y, quizás algún día, encontraría otras entidades entre las estrellas, esperando ser descubiertas para traer sus enseñanzas a los hombres. En ese instante fue consciente de que, desde que nació, ese era su destino.

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