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viernes, 20 diciembre 2024

Relatos cortos: El almacén de Tablate

Ocio y culturaRelatos cortos: El almacén de Tablate

El almacén de Tablate

La brisa de un viernes por la tarde acompañaba el entusiasmo de cuatro amigos que dejaban atrás las calles de Granada en un viejo pero fiable Renault Clio. La idea era tan simple como emocionante: explorar las famosas Cuevas de Nerja y disfrutar de un merecido descanso en un apartamento en Torre del Mar, en el Antillas 13, el edificio más alto y con mejores vistas, seguramente el mejor sitio de toda la zona del paseo marítimo, que habían alquilado para el fin de semana.

Luis, el organizador del grupo, había planificado todo al detalle. Nerja, con sus impresionantes cuevas, prometía ser el punto culminante del viaje. Las grutas, descubiertas por unos jóvenes en 1959, albergaban formaciones de estalactitas y estalagmitas que parecían sacadas de un cuento de fantasía. La «Sala del Ballet», donde se realizaban conciertos debido a su impresionante acústica, era una de las paradas obligatorias en su itinerario.

Por otro lado, Torre del Mar, conocido por sus extensas playas y su animado paseo marítimo, ofrecía el ambiente perfecto para desconectar. El apartamento, con vista al mar, estaba a un corto paseo de chiringuitos donde planeaban disfrutar de espetos de sardinas y noches de música en vivo.

Marta, siempre la más entusiasta del grupo, llevaba una cámara para documentar cada momento del viaje. Su espíritu aventurero y ojo para los detalles prometían una serie de fotografías impresionantes.

Junto a ellos, Alberto, que había crecido en un pueblo de la Alpujarra, compartía historias de la zona mientras conducían. Su conocimiento de las áreas menos transitadas añadía un toque de misterio y aventura a la conversación.

Finalmente, estaba Ana, la amante de la gastronomía del grupo, ya pensaba en los sabores mediterráneos que iban a degustar. Su lista de «must-eats» incluía todo, desde los tradicionales espetos y pescaíto frito hasta el exquisito vino de Cómpeta, pasando por el ajoporro y las tortas de Algarrobo.

El viaje transcurría entre risas y música, con una playlist que mezclaba clásicos del pop español con lo último del indie rock. La carretera despejada y el cielo azul presagiaban un fin de semana perfecto. Sin embargo, lo que estos amigos no sabían era que su aventura estaba a punto de tomar un giro inesperado y emocionante, comenzando con una sugerencia espontánea de Alberto que los llevaría a explorar el misterioso pueblo abandonado de Tablate.

Después de unos kilómetros llenos de música y carcajadas, el Renault Clio tomó la desviación hacia Lanjarón, abandonando la autovía que une Granada con Motril. Alberto, cuyos ojos brillaban con una mezcla de nostalgia y misterio, había propuesto visitar Tablate, que está cerca y el lugar, abando nado, tiene una historia bastante peculiar.

Tablate, un pueblo olvidado por el tiempo, se presentaba como un intermedio intrigante. Según contaba Alberto, el pueblo había sido abandonado hace décadas, y lo que quedaba eran apenas sombras de lo que alguna vez fue un bullicioso núcleo rural. A medida que se adentraban en las calles solitarias, el sol se escondía detrás de las montañas, proyectando sombras alargadas que transformaban el lugar en un escenario de película de suspense.

El grupo, impulsado por una mezcla de adrenalina y la intriga de explorar lo desconocido, dejó el coche cerca de la entrada del pueblo. Con sus linternas en mano, comenzaron a caminar por las calles empedradas. Las casas, vacías y con las puertas entreabiertas, contaban historias de despedidas apresuradas. En el centro del pueblo, encontraron una capilla con las puertas de madera carcomidas por el tiempo. Dentro, los bancos cubiertos de polvo parecían esperar a fieles que nunca volverían.

Marta, la más audaz, guió al grupo hacia una casa más grande al final de la calle principal. Mientras investigaban las habitaciones vacías, llenas de eco y silencio, un ruido súbito en el piso superior cortó la respiración de todos. «¿Habéis oído eso?» susurró Ana, su voz temblorosa por el miedo y la excitación.

Decidieron subir a investigar, moviéndose en un silencio tenso. Encontraron huellas recientes en el polvo, lo que indicaba que no estaban solos. Con cada paso, el misterio se hacía más denso. De repente, una sombra rápida como el viento cruzó al final del pasillo y desapareció por una puerta trasera. Alberto, con determinación, intentó seguir el rastro del desconocido, pero fue inútil. «Se nos escapa, siempre un paso adelante,» murmuró Luis, frustrado.

El juego del gato y el ratón continuó por un rato, con el grupo intentando elaborar estrategias para atrapar al esquivo visitante. Sin embargo, cada intento acababa en más preguntas que respuestas, y el atardecer empezaba a ceder su lugar a la noche.

Justo cuando estaban a punto de rendirse y regresar al coche, un ruido de motor rompió el silencio del crepúsculo. Un Land Rover desvencijado apareció en el camino, levantando una nube de polvo. Del vehículo descendieron cuatro hombres, portando escopetas y con rostros que no prometían nada bueno. Su aspecto era amenazante, cazadores no eran, desde luego, y no parecían estar allí para un encuentro amistoso: la sombra que habían estado persiguiendo se acercó a ellos y, por sus gestos, pudieron deducir que les estaba contando lo de los cuatro «intrusos». Los hombres armados, montaron sus escopetas y avanzaron hacia las casa. Sin saber cómo, nuestros amigos se habían metido en un lio.

El miedo se apoderó del grupo. «Tenemos que escondernos,» susurró Marta, tirando del brazo de Ana hacia la casa grande. Corrieron a refugiarse en su interior, buscando un lugar donde pasar desapercibidos. Eligieron una habitación pequeña al fondo del pasillo, pero justo cuando estaban cerrando la puerta con cuidado, el suelo bajo ellos cedió. Era un falso suelo de plástico que por alguna razón alguien había colocado cuidadosamente para que no se notase.

Cayeron poco más de tres metros metros, aterrizando en blando en un sótano oscuro que, a la luz de las linternas, reveló ser un almacén lleno hasta arriba de plantas y cogollos de marihuana. El cómodo golpe sobre la marihuana fue seguido por un silencio sepulcral, roto solo por su respiración agitada. Mirándose unos a otros en la penumbra, se dieron cuenta de que estaban atrapados, sin cobertura en sus móviles y rodeados de un secreto que los superaba en peligro. La aventura había tomado un giro que ninguno había anticipado. «Estamos en un gran problema», murmuró Ana, pasando su linterna por las montañas de droga. Intentaron usar sus teléfonos, pero como temían, no había señal. Estaban completamente aislados y atrapados, con la única salida bloqueada por los escombros de su caída.

El tiempo pasaba lentamente, cada minuto extendiéndose como una hora. Escuchaban los pasos y voces de los hombres afuera, su actividad frenética indicaba que estaban buscando algo… o a alguien. El grupo se escondió entre la droga, esperando una oportunidad para escapar.

Conforme la noche se cerraba sobre ellos, el frío del sótano y el nerviosismo comenzaron a hacer mella. Cada ruido era un posible descubrimiento, cada sombra, una amenaza. Pero la oscuridad también ofrecía un velo de invisibilidad, y cuando los hombres finalmente se alejaron del lugar, la oportunidad de escapar se presentó.

Salieron con cautela del sótano, moviéndose con el silencio de sombras entre las sombras aunque Ana no pudo evitarlo y se puso a hacer sombras chinescas con su linterna, lo cual a todos, en plena fuga de unos delincuentes armados, les pareció graciosísimo y se troncharon de risa pero sin hacer ruido, eso sí. Sabían que su única oportunidad era llegar al cruce donde, según Alberto, solía haber patrullas de la Guardia Civil por las noches, que a él ya le habían multado y eso le hizo reírse de su mala suerte, lo que a su vez provocó la risa de los otros tres.

Decidieron avanzar caminando hacia atrás, porque por alguna razón pensaron que así harían menos ruido al caminar, algo que todos les pareció totalmente coherente. Aunque las estrellas estaban borrosas esas noche, las luces azules de una sirena al final del camino les devolvió la esperanza y se sintieron liberados.

Antes de llegar al cruce, se tomaron de los hombros formando un tren humano, un método tanto para apoyarse física y emocionalmente como para mantenerse juntos, lo cual todos vieron lógico y normal. Cuando finalmente alcanzaron la luz de la patrulla, decidieron hacer la conga muertos de risa para celebrar que estaban seguros; los agentes de la Guardia Civil los miraron con sorpresa y escepticismo. Les escucharon tranquilamente pero la verdad es que estaban delante de cuatro jóvenes que aparecía de pronto en medio de la nada, que apenas pronunciaban nada en condiciones, no paraban de reír y apestaban a marihuana que tiraba para atrás. Sin muchas opciones, los guardias los llevaron al cuartelillo de Órgiva a pasar el ciego aunque los civiles no sabían que era fruto de las inhalaciones durante las horas que estuvieron escondidos en el almacén.

A la mañana siguiente, tras unas horas de sueño turbado y confuso, fueron liberados. La incredulidad de los oficiales era evidente cuando les contaron su versión de los hechos. Máxime cuando su Renault Clio estaba perfectamente aparcado enfrente del Cuartel sin que los jóvenes supiesen explicar cómo había llegado hasta allí.

Con escepticismo, una pareja de guardias acompañó al grupo de regreso al pueblo abandonado de Tablate ante su insistencia en el relato. Para sorpresa de todos, el lugar estaba completamente limpio, sin rastro de los hombres armados ni de la marihuana.

«Deberíais dejar las drogas» fue el consejo final de un guardia, con una mezcla de preocupación y reproche. Los amigos, aún bajo el efecto de la confusión y sin poder demostrar la verdad de su aventura, aceptaron la recomendación con resignación.

De vuelta en su coche, se miraron unos a otros. A pesar de la desventura, el vínculo entre ellos se había fortalecido, unidos por una experiencia que, aunque difícil de creer, sabían que era tan real como la amistad que los había llevado a través de ella. Con una sonrisa cansada, Luis arrancó el motor y, lentamente, tomaron el camino hacia la autovía porque, después de todo, todavía les faltaban las Cuevas de Nerja y Torre del Mar para completar el fin de semana.

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