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viernes, 20 diciembre 2024

Relatos cortos: Hoy por ti, mañana por mí

Ocio y culturaRelatos cortos: Hoy por ti, mañana por mí

Hoy por ti, mañana por mí

Javier ajustaba una llave inglesa en su mano mientras se agachaba para revisar el sifón de un fregadero en un pequeño piso de Zaragoza. Era un día cualquiera para él; desde hace meses, su vida parecía una serie de infortunios que se sucedían uno tras otro. Hasta hace poco, era un hombre casado, padre dedicado y propietario de un piso acogedor en el centro de la ciudad. Ahora, se veía reducido a vivir de trabajo en trabajo, ajustando su cinturón tanto como sus tuercas.

El reciente divorcio le había dejado una herida profunda, no solo emocional sino también económica. Su exesposa, Marta, lo había engañado con su instructor de gimnasio, un tipo con más músculos que palabras, según Javier. Durante casi dos años, Marta había pasado más tiempo en el gimnasio que en casa y cuando la verdad salió a la luz, la revelación fue un golpe devastador. No solo había perdido a su esposa, sino que también había perdido su hogar, quedándose ella con el piso y la custodia de sus dos hijos.

Ahora, con la obligación de pagar una pensión alimenticia, Javier se veía obligado a tomar cualquier trabajo que apareciera, sin importar la hora o el lugar. Había optado por convertirse en un fontanero 24 horas, una decisión que le permitía tener un pequeño apartamento alquilado sin tener que dormir en su coche, un viejo Seat León que había conocido tiempos mejores.

Esta mañana, su tarea era solucionar una fuga menor en un barrio al norte de la ciudad. Mientras se concentraba en el trabajo, no podía evitar que su mente volviera a los días más felices, cuando los problemas más grandes eran decidir a qué parque llevar a los niños el fin de semana. Ahora, esos mismos niños le miraban con una mezcla de confusión y tristeza cada vez que los recogía los fines de semana. Marta, por su parte, había hecho poco para facilitar las cosas, envuelta como estaba en su nueva vida de instructora de pilates, todo el día con el bum bum… de todo tipo.

Con cada giro de la llave, Javier sentía cómo se apretaba el nudo de sus propios problemas. Sabía que no podía darse el lujo de dejarse caer en la desesperación, pero las noches eran largas y solitarias y el peso de su nueva realidad lo abrumaba. Se decía a sí mismo que tenía que seguir adelante, por sus hijos, por su dignidad, pero algunos días, la fuerza para levantarse y enfrentar el mundo simplemente no estaba allí.

Terminando su trabajo en el fregadero, empacó sus herramientas con la eficiencia de alguien que ha repetido el mismo ritual incontables veces. Miró su teléfono, esperando no recibir más llamadas por el resto del día, anhelando un momento de paz, aunque fuera breve. Sabía que la única forma de salir de este agujero era a través del trabajo duro y la resiliencia, pero en días como hoy, la superficie parecía estar cada vez más lejos.

A la mañana siguiente Javier entró en el bar de Antonio, su refugio habitual en días nublados como este. El tintineo de la campana al abrir la puerta sonaba como un recordatorio de la monotonía de sus días. Se desplomó en la barra, un gesto que ya conocía bien Antonio, quien, sin preguntar, le sirvió un café fuerte con un gesto comprensivo.

—Viene duro el día, ¿eh? —comentó Antonio mientras limpiaba un vaso con un paño que parecía tan gastado como los ánimos de Javier.

—Como todos últimamente —respondió Javier, mirando el café como si en su fondo oscuro pudiera encontrar alguna respuesta a su suerte.

Antonio se apoyó en la barra, cruzando los brazos, su rostro reflejaba la empatía de quien ha visto pasar por su bar a toda clase de almas cansadas. Quiso aliviar la carga de su amigo, aunque fuera con palabras.

—Mira, cosas peores han ocurrido. A veces la vida solo necesita dar un vuelco para que todo mejore. —Su tono era alentador, pero sabía que las palabras eran un pobre consuelo para las heridas de Javier.

En ese momento, el hombre del final de la barra se levantó y salió del bar, dejando un espacio vacío que Antonio aprovechó para contar su historia.

—Ese era Luis, socorrista en la piscina municipal, justo aquí al lado. Pero ya sabes, con esto de los recortes han quitado los cursos de natación y la rehabilitación. Lo han echado a la calle sin más y el hombre está desesperado; me debe como cuarenta cafés.

Javier giró la cabeza hacia donde había estado sentado Luis, un gesto instintivo de quien busca conectar la historia con un rostro.

—¿Desesperado? ¿Por qué? —preguntó, aunque parte de él temía la respuesta, como si de alguna manera presagiaran más desdichas en su propio futuro.

—Luis tiene un hijo con parálisis cerebral. El niño requiere atención constante. Puede andar y moverse, pero eso solo aumenta el riesgo de que se haga daño o rompa algo. Su mujer se ha convertido en cuidadora a tiempo completo y ahora que Luis está sin trabajo, no saben cómo van a salir adelante.

Javier asintió, el relato de su amigo le ponía su propia situación en perspectiva. Quizás sus problemas no eran los únicos ni los más graves del mundo, pero eso poco hacía para aliviar su carga.

—Es un golpe duro —dijo finalmente, llevando la taza a sus labios y tomando un sorbo del café caliente que quemaba menos que sus pensamientos.

—Sí, pero como siempre digo: hoy por ti, mañana por mí. Algún modo de salir adelante encontraremos, ¿no crees? —Antonio intentaba insuflar algo de optimismo en el ambiente cargado de desesperanza.

Javier esbozó una media sonrisa, más por cortesía que por convicción. —Esperemos que sí, Antonio. Esperemos que sí.

El resto de la mañana transcurrió entre sorbos de café y conversaciones en voz baja, donde las historias de desdicha se entrelazaban con la cotidianidad del bar. Javier sabía que, al menos por ese momento, el café de Antonio y su compañía eran el consuelo más cercano a la esperanza que podría encontrar.

Esa misma noche, cuando el cansancio ya pesaba sobre sus hombros como un yugo, el móvil de Javier vibró con insistencia sobre la mesa donde todavía estaba caliente el plástico de la tortilla de patatas de Mercadona que había sido su cena. Con un suspiro, levantó el aparato y vio el aviso de una urgencia. Aunque su cuerpo pedía a gritos un descanso, sabía que no podía ignorar la llamada; cada trabajo era esencial para mantener su frágil economía a flote.

Se arrancó del sillón, volvió a ponerse el mono rápidamente y salió hacia la dirección que le habían mandado desde la empresa multiservicios para la que hacía estos trabajos. Mientras conducía, reflexionaba sobre cómo su vida se había transformado en una sucesión de pisos inundados y tuberías rotas, un recordatorio constante de que los problemas, como el agua, siempre encuentran su camino.

Al llegar, descubrió que la situación era caótica: el agua ya había invadido dos pisos más abajo y los vecinos estaban alarmados, algunos asomándose a sus puertas en pijama, con rostros donde se leía la mezcla de sueño y preocupación.

Javier subió apresuradamente las escaleras y no tuvo que preguntar la dirección porque le bastó con ir contra la corriente de agua que iba escaleras abajo. Al entrar, el panorama era desolador: el agua caliente inundaba el lugar, creando una neblina de vapor que hacía difícil la visibilidad.

El origen del problema no tardó en revelarse: la llave de paso del agua caliente estaba medio arrancada, como si alguien hubiese tirado absurdamente de ella, provocando la inundación. Javier trabajó arduamente, moviéndose con la destreza que solo años de experiencia proporcionan, pero la solución era esquiva y el agua seguía fluyendo, aunque con mucha menos fuerza, porque la presión y la temperatura eran incontrolables.

Cuando ya casi tenía controlado el incidente a base de de cantidades masivas de alambre y cinta americana, finalmente apareció el presidente de la comunidad de propietarios, visiblemente ebrio que decía que venía de algo que no se le entendía. Su mujer, a quienes todos llamaban La presidenta consorte, se movió rápido para ir a por la llave del cuarto de contadores y  cerrar la llave principal de agua del edificio. Ahora era mucho más fácil.

Cuando Javier pudo finalmente controlar la situación, estaba exhausto. Mientras recogía sus herramientas, notó que la dueña de la casa se le acercó, visiblemente angustiada. Bajando la mirada, con voz temblorosa, le contó que estaban pasando una situación económica angustiosa y desabrochándose un botón de la camisa a la vez que bajaba la vista, sumisa, le ofreció una forma de pago alternativa. —Mi marido ahora no está y, si usted aceptara, yo podría…

—No puedo aceptar eso, de verdad —la interrumpió Javier, con firmeza pero sin ánimo de herir. —Déjelo. Hoy por ti, mañana por mí.

Con esas palabras, salió del piso, dejando atrás la propuesta y maldiciendo la suerte que parecía empeñada en probar su integridad una y otra vez, más frustrado por no tener su dinero que por otra cosa. A pesar de la larga noche de trabajo sin cobrar, sabía que su dignidad era uno de los pocos bienes que aún conservaba intactos.

Era una noche serena en Zaragoza y el río Ebro, engalanado por las recientes lluvias, ofrecía un espectáculo de aguas bravas que contrastaba con la quietud del ambiente. Javier, con el alma tan turbulenta como el caudal del río, decidió que era un buen momento para reflexionar en soledad y quizá, encontrar algún consuelo en la naturaleza.

Se acercó a la orilla del Ebro, por el Parque de San Pablo, más arriba del Puente de Piedra, un lugar que solía frecuentar en tiempos más felices. El sonido del agua fluyendo era un acompañante habitual para sus pensamientos más sombríos. Encendió un cigarrillo, el humo se mezclaba con la bruma que el río desprendía y apoyó un pie en una piedra y su codo en la rodilla, mirando cómo las aguas corrían fuertes bajo la luz de las farolas.

Con cada bocanada, Javier sentía cómo el peso de los últimos meses se hacía más palpable. Su divorcio, las peleas por la pensión, la soledad… todo parecía acumularse en su pecho, más opresivo que el vapor del agua. Sus ojos, cargados de un cansancio profundo, no pudieron contener las lágrimas que empezaron a rodar por sus mejillas. La vida no le había resultado fácil últimamente y la fatiga de la jornada, sumada a la acumulación de desventuras, lo hacía sentir más vulnerable de lo habitual.

Quizá fue el cansancio, quizá la distracción de sus agobios, pero en un descuido, dio un traspiés y su brazo no encontró baranda en la que apoyarse. En un momento surrealista, acompañado del brillo lunar que se reflejaba en el río, Javier perdió el equilibrio. Lo que siguió fue una caída torpe y desesperada directamente al agua fría y rápida del Ebro.

El impacto con el río fue un shock helado que le cortó la respiración. Luchando por orientarse en la corriente fuerte, Javier intentó nadar sin saber dónde estaba la orilla, pero la corriente se lo impedía. Cada esfuerzo por mantenerse a flote se volvía más desesperado a medida que era arrastrado río abajo. El Puente de Piedra ya quedaba a sus espaldas y sabía que más adelante el río ganaba velocidad y se volvía peligroso.

En su lucha, Javier pensó en rendirse, dejarse llevar por la corriente que parecía determinada a arrastrarlo hacia un destino incierto. La desesperación de su vida en tierra firme se reflejaba ahora en esta lucha solitaria contra el río. En su mente, comenzó a cuestionar el valor de seguir adelante, si todo esfuerzo parecía destinado al fracaso.

La corriente del río Ebro arrastraba a Javier con una fuerza implacable, mientras él, agotado y resignado, dejaba de luchar contra el torrente. Las aguas frías le envolvían y con cada segundo que pasaba la idea de rendirse se hacía más atractiva, un descanso final a la serie de desgracias que había sido su vida últimamente. Justo cuando pensaba que ya no tenía sentido resistir, sus piernas chocaron contra el duro cemento del Azud del Ebro y la corriente le volteó al pasarlo por encima desorientándolo totalmente. De repente, un sonido abrupto cortó el fragor del agua por un segundo: alguien más se había tirado a su lado desde el carril bici que corre sobre el azud

A su lado, una figura emergió de entre las turbulencias del agua con una destreza impresionante. Al principio, Javier no podía creer lo que veía; alguien había saltado tras él, arrojándose al peligroso río en la oscuridad de la noche. La figura se acercó rápidamente y antes de que pudiera procesar lo que ocurría, sintió un brazo fuerte que le rodeaba la mandíbula y le colocaba boca arriba, tirando de él hacia la orilla.

Javier tosía y jadeaba, intentando recuperar el aliento mientras era arrastrado hacia la la rivera. La corriente todavía luchaba contra ellos, pero su misterioso salvador nadaba con una habilidad que desafiaba el furioso río. Finalmente, con un último esfuerzo, ambos llegaron a la orilla, empapados y respirando con dificultad.

Cuando Javier levantó la cabeza, aún conmocionado y agradecido, sus ojos se encontraron con los de su rescatador. —¿Por qué…? —fue lo único que Javier logró balbucear, aún incrédulo.

El hombre le ofreció una sonrisa cansada, apoyándose en sus rodillas mientras recuperaba el aliento. —No te iba a dejar ahí hombre… ¿Estás bien? Es que me tengo que ir, que mi hijo es problemático y ha roto la llave de paso y se nos ha inundado la casa.

Con una nueva luz en sus ojos, Javier miró a Luis, el socorrista en paro, ahora no solo como a un desconocido cuya vida se había cruzado accidentalmente con la suya, sino como a un amigo, un compañero de infortunios que le había mostrado el incalculable valor de la reciprocidad y la humanidad compartida. Hoy por ti, mañana por mí.

Le dijo que, sin conocerle, le conocía y le explicó que no había prisa, que la fuga ya estaba cortada y allí se quedaron los dos, mojados, charlando de las cosas de la vida… de la puta vida.

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