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viernes, 20 diciembre 2024

Relatos cortos: El Alto del León

Ocio y culturaRelatos cortos: El Alto del León

Daniel siempre había sido un entusiasta de la bicicleta de montaña, buscando siempre ir un poco más allá en cada una de sus aventuras. Esa mañana, decidido a desafiarse una vez más, cargó su bicicleta en el Suzuki Jimny y condujo hasta la Senda de la Gasca, un lugar remoto en el corazón de Guadarrama que había descubierto en Wikiloc. Este sendero prometía ser todo un reto debido a su ubicación apartada y al encanto de los paisajes que lo rodeaban.

Al llegar, aparcó su todo terreno y empezó a ascender por la ruta elegida. La soledad del camino le resultaba agradable; el único sonido era el crujir de las hojas y ramas bajo las ruedas de su bicicleta y el ocasional canto de algún pájaro oculto entre los árboles. A medida que ascendía, los paisajes de Guadarrama se abrían ante él en todo su esplendor. Montañas cubiertas de un verde intenso, valles que se perdían en la distancia y el cielo despejado contribuían a un cuadro impresionante, que hacía que cualquier esfuerzo valiera la pena.

Después de un par de horas de pedaleo constante, Daniel alcanzó la cima del Alto del León. Desde allí, el valle se extendía majestuoso a sus pies. Se tomó un momento para absorber la vista; respiró hondo, llenando sus pulmones de aire puro de montaña y sintió una profunda satisfacción por haber llegado hasta allí. Sin embargo, no tuvo mucho tiempo para disfrutar del triunfo.

El descenso de regreso prometía ser rápido y emocionante. Daniel, impulsado por la adrenalina, comenzó a bajar a toda velocidad, dejándose llevar por la inclinación y la emoción del momento. En uno de los tramos más rápidos, una figura inesperada apareció de pronto en medio del camino: una cabra suelta. Aunque intentó esquivarla, la velocidad y la sorpresa hicieron inevitable el impacto. Daniel chocó contra el animal, que quedó malherido en el suelo, mientras él salía despedido de la bicicleta.

El golpe fue duro. Al recobrar la consciencia y revisarse, Daniel sintió un dolor agudo en el costado; sospechaba que alguna costilla podría estar rota. Al intentar mover la mano izquierda, el dolor confirmó lo peor: su dedo meñique estaba claramente dislocado, colgando en un ángulo antinatural. Mientras la cabra yacía a unos metros, luchando por levantarse, él se quedó sentado al lado de su bicicleta, tratando de asimilar la situación y pensando en si podría volver a casa en ese estado.
Con un esfuerzo considerable, se levantó temblando un rato después y revisó su bicicleta, esperando poder continuar su camino de vuelta, aunque fuera con dificultad.

Sin embargo, antes de que pudiera montar nuevamente, se vio interrumpido por un grito furioso que resonaba entre los árboles. Un hombre de aspecto desaliñado y ojos desorbitados apareció de repente, avanzando hacia él mientras gritaba acusaciones incoherentes sobre la cabra herida. En una mano llevaba un hacha, que blandía con imprudencia y furia.

Antes de que Daniel pudiera decir una palabra, el hombre, con un movimiento brusco, descargó un hachazo sobre la bicicleta, partiendo el cuadro de fibra de carbono en dos. Aterrado, Daniel apenas tuvo tiempo de reaccionar, pues el hombre, balbuceando palabras incomprensibles y con evidente alteración, intentó también atacarle con el hacha. Con un ágil movimiento, Daniel esquivó el golpe, pero no lo suficientemente rápido como para evitar que el filo del hacha le rozara el brazo derecho, dejando una herida superficial que empezó a sangrar.

Comprendiendo que no había tiempo para más, Daniel tomó la única decisión posible: correr. Mientras se alejaba, podía oír al hombre gritando y maldiciendo detrás de él. Después de unos minutos de carrera frenética, cuando pensaba que había dejado atrás al atacante, el sonido de un motor lo alertó. Se ocultó detrás de unos arbustos justo a tiempo para ver al hombre pasar en un todoterreno. El corazón le latía desbocado mientras observaba cómo, unos cientos de metros más adelante, el agresor detenía el vehículo, descendía con una escopeta y soltaba a unos perros, instándolos a buscar.

La situación era desesperada. Daniel, con el brazo sangrando y el dolor agudo en el costado, sabía que tenía que moverse rápido. Cambió de dirección y corrió todo lo que sus piernas le permitían, pero los perros eran rápidos y su olfato agudo. Pronto, se encontraba siendo perseguido por una jauría que parecía cerrarle el paso por todos lados.

En un intento desesperado por encontrar refugio, divisó un caserío a lo lejos. Alteró su rumbo hacia la casa, pero en su precipitación, no vio una zanja oculta por la vegetación. Cayó de manera abrupta y al intentar amortiguar la caída, sintió cómo su pierna derecha se torcía y crujía bajo su peso.

Incapaz de levantarse y con el dolor nublando su mente, Daniel se arrastró con dificultad hacia el caserío, dejando tras de sí un rastro de sangre. Cada movimiento era un tormento y la casa parecía estar cada vez más lejos a pesar de sus esfuerzos. Exhausto y herido, se detuvo un momento, intentando gritar por ayuda, pero sólo el silencio le respondió. Justo cuando pensaba que tal vez había logrado escapar, un dolor intenso le atravesó el trasero, seguido por el estruendo de un disparo. Tumbado en el suelo, Daniel sabía que su situación era crítica y mientras la oscuridad se cernía sobre él, su mente comenzó a aceptar el inminente final de su aventura.

Respirando con dificultad, levantó la vista justo a tiempo para ver la silueta de su perseguidor, con el hacha aún en la mano, acercándose con intención clara de terminar lo empezado. Pero entonces, algo inesperado ocurrió. Una voz femenina rompió la tensión del aire: «¡José Manuel, tus natillas!»

El hombre se detuvo en seco. Su expresión feroz dio paso a una confusión momentánea, seguida de un reconocimiento infantil. Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la casa, donde una mujer mayor sostenía un cuenco enorme y una cuchara. Daniel observó, atónito y semiconsciente, cómo el peligroso perseguidor se transformaba en un niño grande, obedeciendo la llamada de su madre y comenzando a comer con una felicidad simple.

La mujer se acercó luego a Daniel, con una expresión de preocupación y resignación marcadas por años de vivir con la amenaza latente que ahora se calmaba con un postre. «¡Dios mío! ¿qué te ha hecho?» le preguntó con voz temblorosa.

Entre jadeos, Daniel explicó brevemente el ataque. La mujer asintió con tristeza, «José Manuel no quería lastimarte, tiene problemas mentales, pero las natillas lo ayudan a calmarse. No te preocupes, ya estás a salvo. Voy a curarte y llamar a una ambulancia.»

Mientras la mujer limpiaba sus heridas con manos experimentadas, Daniel se permitió relajarse un poco. A pesar del dolor y el miedo, se sentía agradecido por la absurda coincidencia de las natillas que le habían salvado la vida. Pensó en su amor por la bicicleta, cómo esa pasión lo había llevado a este momento de extremo peligro, pero también a ser salvado de manera tan inesperada. En ese instante, decidió hacer las paces consigo mismo y con el destino caprichoso que parecía escribir su historia. Aceptar la vida vivida, con sus altos y bajos, era todo lo que podía hacer mientras esperaba, dolorido pero vivo, la llegada de la ayuda.

Y por si te lo estabas preguntando, cuando atendieron a Daniel en el centro de salud del pueblo y vieron las heridas y el disparo, hicieron un parte que llegó al juez comarcal, quien mandó ingresar en un hospital psiquiátrico a aquél al que su madre definía como un niño grande que en el fondo no quería hacer daño… ¡pues menos mal!

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